Alianza Lima hace oficial la contratación de Néstor Gorosito

Las tías carcas y la revocatoria, por Maritza Espinoza

“Los críticos la consideran una arquitectura ‘aporofóbica’ (rechazo a los pobres), pero, en países nuestros, podría también calificarse de racista”.

Hace muchos años, un amigo de izquierdas que vino de Francia a pasar una temporada en Lima, me contaba que había estado participando en la campaña municipal de ese año (ya ni recuerdo cuál era), ayudando a un compañero suyo que postulaba a la alcaldía de San Isidro. El entusiasmo del pequeño comité de campaña era enorme. Tenía que serlo, porque San Isidro es un distrito donde nunca ha ganado un izquierdista.

Su plan de gobierno era —como no podía ser de otro modo en un grupo de jóvenes idealistas— un llamado a la vida en común como una forma unir a los sanisidrinos, ofreciéndoles nuevos y mejores espacios públicos e instándolos a acudir a ellos para compartir vivencias y experiencias.

De acuerdo a la tradición electoral, el candidato debía reunirse con sus potenciales votantes para recoger sus necesidades y demandas. En este punto, me contaba mi amigo, sus ilusiones se estrellaban con la realidad y todo se volvía un espectáculo desopilante: invariablemente, sin distinción de edad o género, los vecinos sanisidrinos comenzaban a pedir medidas para restringir el acceso de extraños a SU distrito.

Entre las cosas raras que pedían (raras para mi amigo, que hacía 30 años que vivía en Francia) estaba empadronar a las empleadas domésticas, prohibirles que recibieran visitas en las casas donde trabajaban, obligar a que los vecinos, a través de los dirigentes de cada edificio, “supervisaran” a quiénes se alquilaba un inmueble. La idea central, nunca dicha, pero siempre sugerida, era mantener el Pantone racial del distrito en su tono perfecto y evitar, ejem, contaminaciones. Algunos vecinos llegaban a “advertir” disimuladamente al candidato que habían ido a la “competencia” y que esta se mostraba totalmente de acuerdo con eso de convertir a San Isidro en el glorioso gueto blanco que siempre debió ser.

El candidato —repito: joven e idealista— trataba de explicarles las ventajas de la inclusión y del uso de espacios comunes —que traerían incluso ganancias económicas al distrito—, pero naca la piriñaca, las tías regias volvían al tema eterno: San Isidro para los sanisidrinos. O usted cumple con esa principalísima labor que le encargamos o votamos por cualquiera de los otros… ¡y sanseacabó!

Huelga decir que el candidato progre perdió las elecciones estrepitosamente, a pesar de —siempre en boca de mi amigo— haber aceptado un par de esas impresentables propuestas tragándose el sapo en aras de un futuro en la política que, ¡sñig!, nunca se dio.

Esta historia me viene a la memoria intermitentemente, cada vez que sale en las redes sociales que un alcalde de alguno de los distritos de la Lima “tradicional” persigue a peligrosas practicantes de tai chi o manda a su ejército de fiscalizadores a detener siniestros malabaristas o golpear a sospechosa gente de rasgos mestizos que comete la osadía de sentarse en una banca de la zona por más de 30 segundos.

Esta idea está también detrás de la obsesión que tienen de restringir en lo posible las áreas verdes (casi siempre llenándolas de cemento) y todos los espacios públicos que puedan atraer a gente de otras zonas. A esta empresa se ha sumado, hace unos días, hasta la clasemediera Magdalena, cuyo alcalde Francis Allison está destruyendo el tradicional parque Juan Gonzales Prada, dizque para construir una cancha de gras sintético.

La lógica de esta gente —votantes y alcaldes a la medida— tiene que ver con lo que en el mundo se ha estudiado, y denunciado, como la arquitectura hostil, una tendencia del diseño urbanístico cuya principal característica es alterar el espacio público para que sea muy difícil de utilizar. La intención jamás declarada y siempre escondida en pretextos y eufemismos, es que las personas pobres no encuentren allí posibilidad de descanso o disfrute prolongado.

Así, en algunas ciudades, a todas las superficies planas se les ponen pinchos que impiden sentarse o los asientos de la calle tienen divisiones incómodas o los parques cuentan con aspersores de agua automáticos que mojan al que pretende quedarse más de un rato. Los críticos la consideran una arquitectura “aporofóbica” (rechazo a los pobres), pero, en países nuestros, podría también calificarse de racista.

Y el campeón de campeones de esta tendencia ha resultado nada menos que don Carlos Canales, alcalde de Miraflores, que día de por medio lanza una medida que ya no disimula para nada su odio a los “ajenos”. No sólo ha reducido la tradicional y masiva Bioferia de Reducto y persigue con saña a los pacíficos usuarios de los parques que practican tai chi, yoga o meditación, sino que ha prohibido deportes colectivos como el skating y el surfing (despropósito en el que lo acompañan los alcaldes de Barranco y Chorrillos). ¡Hasta ha mandado retirar todas las bancas de la avenida Larco! Eso, sin contar con que su hostigamiento a los transeúntes ha llegado al punto de prohibir que se graben videos en los espacios públicos.

Ante cada evento de estos, miles de personas en las redes sociales se preguntan qué pasa por las cabezas de esos alcaldes que así se atreven a desafiar a las libertades democráticas y la opinión ciudadana. ¿Que qué pasa? ¿No es obvio? A estos alcaldes no les interesa la opinión de nadie más que la de las cuatro tías carcas que votaron por ellos imponiéndoles la única cosa que les obsesiona: limpiar el horizonte de marrones. O “gente fea” y “horrible”, como describiera una mediática repostera cuando fue, hace 12 años, a quejarse al alcalde de Miraflores por la competencia que le hacía el entonces naciente restaurante Central, de Virgilio Martínez. Sí, el mismo que ahora es considerado el mejor del planeta (el video está en YouTube y es divertidísimo).

Bueno, pues, estos alcaldes —los de los distritos considerados de nivel A— harán lo que tengan que hacer para mantener tranquilos a sus clientes. Son ellos los que los eligen, los que ni pestañean cuando ellos (los alcaldes) rompen y vuelven a romper pistas, veredas y parques impecables en sospechosas obras que no necesitan ningún arreglo (¡total, plata sobra!), los que no les cuestionan nada mientras cumplan con su parte del trato.

Pero ¿son así todos los pobladores de estos distritos o hay una masa descontenta con este estado de cosas? Curiosamente, la mayoría de los actuales alcaldes han entrado más por el arrastre del (hoy cuestionado) alcalde de Lima, como ocurrió con otros burgomaestres electoralmente exitosos. Las cuatro tías carcas ya no eligen a nadie. En una ciudad multirracial y multicultural como la nuestra, son cada vez menos y se irán extinguiendo justo con sus ideas excluyentes y clasistas.

Y la ciudadanía, la verdadera, tiene otra vez una valiosa oportunidad para demostrar que el nuevo limeño es muy diferente de esa imagen de involución social que pretenden algunos alcaldes. Por cierto, comenzando por el burgomaestre de Renovación Medieval que nos ha tocado por error (electoral). Esa oportunidad, señores, se llama “Revocatoria”.

larepublica.pe
Maritza Espinoza

Choque y fuga

Periodista por la UNMSM. Se inició en 1979 como reportera, luego editora de revistas, entrevistadora y columnista. En tv, conductora de reality show y, en radio, un programa de comentarios sobre tv. Ha publicado libro de autoayuda para parejas, y otro, para adolescentes. Videocolumna política y coconduce entrevistas (Entrometidas) en LaMula.pe.