La sentencia judicial sobre el asesinato de Pedro Huilca ha movido bastante el ambiente político. En una decisión dividida, el tribunal ha sostenido que no hay pruebas para culpar al grupo Colina y a Vladimiro Montesinos por el crimen. A raíz de esta sentencia, un conjunto de políticos y medios de comunicación han saltado al cuello de la familia Huilca exigiéndole que devuelva la reparación que recibió del Estado peruano, gracias a una sentencia de la Corte Interamericana de DDHH, CIDH. Un nivel de acoso pocas veces visto.
Convendría aclarar la naturaleza de la sentencia de la CIDH. Se fundamenta en el hecho que Pedro Huilca es una víctima que no ha recibido justicia de parte del Estado. No dice que los deudos de Huilca deben recibir una reparación porque el Estado es culpable de su asesinato. No. El punto es que Huilca no ha recibido justicia.
Y así es en efecto. Resulta que muchos años atrás, en los mismos años 1990, cuando aún gobernaba Fujimori, hubo un juicio contra un grupo de senderistas, acusados del asesinato de Huilca. Después de varias peripecias, finalmente fueron absueltos por falta de pruebas.
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Entonces, de acuerdo al Estado peruano, Huilca no fue asesinado ni por Sendero ni por Colina. Es decir, el Estado no sabe quién lo mató, no ha investigado con propiedad y no ha llevado al banquillo a los responsables. Precisamente por ello, la CIDH juzgó que los deudos de Huilca, su familia, debían recibir una reparación del Estado.
Por otro lado, la campaña contra su familia pretende quitarle a Pedro Huilca su condición de víctima. Quienes argumentan que la familia debe devolver la reparación sostienen que ya se hizo justicia, al absolver a los ‘colinas’ y que los deudos han mentido y se han aprovechado.
Como si el padre de familia, Pedro Huilca, no hubiera sido asesinado por alguien que no ha sido identificado pasados treinta años. Ese es otro elemento. El caso no es de ayer. Han pasado más de treinta años y ahora el Estado ha terminado su búsqueda de la verdad sin saber realmente nada.
En estas condiciones, la magnitud del ataque a la familia y su virulencia tienen un significado político muy claro. Se trata de redondear una narrativa, sobre la heroicidad del Estado, que no habría cometido actos de violencia contra civiles, sino actuado con pulcritud. Todo lo malo debe atribuirse a Sendero. Se pretende ignorar cientos de casos tipo Cayara, Putis, o los entierros clandestinos en Los Cabitos.
Esa versión se opone a la CVR y está en construcción desde hace unos años. La última sentencia del caso Huilca le viene como anillo al dedo para cerrar la narrativa. Total, el Estado no mató a Huilca. Más bien, su conducta fue impecable y debe ser exculpado del calificativo de terrorismo de Estado.
Por otro lado, el acoso contra la familia tiene como blanco a Indira Huilca. Ella es una joven lideresa de izquierda con futuro y proyección. Dicho sea de paso, como era su padre, un dirigente de mucho nivel, como pocos en el seno de la izquierda ochentera. Sobre Indira se ha repetido hasta la saciedad que lucra con la memoria de su padre. Una infamia, porque todo deudo tiene el derecho de llevar con orgullo un legado familiar y realizarlo en forma práctica. La campaña pretende liquidarla políticamente y restarle a la izquierda una de sus figuras más prometedoras.
De este modo, el doble propósito del acoso contra la familia es imponer una versión de la guerra interna y anular una carrera política de izquierda. Así estamos. No importa la verdad. Solo cuenta la pequeña mezquindad.
Historiador, especializado en historia política contemporánea. Aficionado al tenis e hincha del Muni.