Por: Antonio Zapata
En la historia colonial, Lima aparece como corte virreinal y cabeza de la reacción política. Su oposición con el resto del país está registrada desde temprano, puesto que además de conservadora era cortesana y adulona. Pero, pasados cien años de república, empezó a cambiar y mostrar un alma más plebeya.
En los barrios populares se pasó del servilismo a la crítica. Era la época del anarcosindicalismo, un movimiento bien implantado en la capital, donde hubo huelgas y protestas masivas, inusuales en el pasado. La multitud se volvió urbana, política y contestataria.
Desde entonces y por casi un siglo Lima fue combativa. En los treinta, junto con las dictaduras militares se produjo la emergencia del APRA, entonces en su fase revolucionaria, y del partido comunista. Ambos tuvieron su dirección clandestina en Lima y en la capital montaron núcleos muy activos de resistencia contra la represión.
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Por su parte, el movimiento sindical también logró avances significativos. Por ejemplo, bajo la dictadura de Morales Bermúdez, la CGTP y el comando unitario de lucha convocaron a paros nacionales que fueron decisivos para el retorno de la democracia. Las protestas se habían encendido en el sur, pero el Gobierno solo cedió cuando el movimiento de masas se replicó en Lima.
Por ello, en los años 1980, la capital era una síntesis del país y sus resultados electorales correspondían casi exactamente al total nacional. El peso de Lima era cuantitativo y también cualitativo. Por un lado, el volumen de electores ya alcanzaba el tercio, pero, además, era el resumen del país. En ese momento, Lima había dejado de ser la oposición al resto nacional para pasar a representar al conjunto.
Era una época de igualación por abajo. El empobrecimiento era general y las distancias sociales se habían achicado. Se compartía una desgracia: el terrorismo de Abimael y la hiperinflación de Alan. Debido a ello, Lima fue epicentro de las ondas de malestar social. Esa situación duró hasta 1990 con la elección de Fujimori, cuando Lima participó del rechazo a Vargas Llosa.
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Pero el neoliberalismo implicó cambios decisivos. Lima acaparó el crecimiento y las ventajas en la repartición de los beneficios.
Nuevamente se disparó la desigualdad regional. El sur volvió a quedarse atrás, mientras la capital se volvía una estrella económica y el norte la acompañaba. Desde entonces, los mejores empleos y las mayores oportunidades de negocio se concentraron en Lima.
Aunque, la procesión iba por dentro. La desigualdad es muy pronunciada. Junto con una precaria pero extendida clase media se halla millares de personas al borde de la pobreza y mucha miseria, la peor del país. Pero el pobre urbano ha abandonado la crítica. Ahora apuesta por el emprendimiento y su norte es la empresa capitalista. Por encima de todo, los años noventa trajeron una nueva ideología, forjada en la dura competencia entre un ejército de informales. No hay vínculos horizontales de solidaridad y cooperación, sino una lucha a muerte por la subsistencia individual.
Esa situación estructural se profundizó por el fracaso de la gestión de Susana Villarán. Su gestión fue el último esfuerzo de la izquierda capitalina para ejercer poder en Lima. Pero acabó tan mal y comprometiendo valores éticos, que hizo de la izquierda uno más del elenco tradicional. En esa circunstancia, Lima se entregó a la reacción y han retornado los humores virreinales.
Ahora, el Gobierno de Boluarte-Congreso ha logrado que la capital comparta el rechazo al régimen y la apuesta por nuevas elecciones a la brevedad posible. Pero no se mueve. Domina la modorra y su indiferencia es superior a cualquier otro temperamento político. Colocada ante una coyuntura crítica, Lima no se decide, sigue dudando entre acompañar al país o defender su isla de beneficios.
Historiador, especializado en historia política contemporánea. Aficionado al tenis e hincha del Muni.