Por Hernán Chaparro. Psicólogo social, Facultad de Comunicación, Universidad de Lima.
En un momento donde la desesperanza nos rodea, uno se pregunta por dónde comenzar a reconstruir una mirada de país.
Todo indica que el gobierno de Pedro Castillo es una versión más de cómo la corrupción está normalizada en el accionar político, pero el comportamiento del Congreso y de algunos medios, como también el clima en la opinión pública, muestran cómo todo se prioriza e interpreta en función a los intereses de corto plazo de los grupos en disputa, con muy poco interés en llevar adelante lo que la gente entiende por democracia: igualdad de todos ante la ley.
Jaime Bedoya señalaba en un artículo en El Comercio que si Castillo apellidara Fujimori la calle estaría más activa. Seguro, pero también creo que en el Congreso los votos se emitirían totalmente al revés, salvo los que se compran, que esos se venden sin importar el apellido.
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¿Se llegará a cambiar el famoso artículo 117 para incluir de manera razonada la corrupción como motivo de vacancia? ¿La lucha contra la corrupción, que todos respaldan, se mantendrá constante o el aliento solo llegará hasta que Castillo salga?
El estudio del Barómetro de las Américas (Carrión et al., 2021) muestra que las personas confían menos en otras en la medida que perciben y/o interactúan con instituciones fallidas: partidos, Congreso, Ejecutivo y un largo etcétera. Buena parte del capital social, la confianza de todos en normas compartidas de convivencia, que es la base para interactuar como colectividad, se deshilacha cuando la ineficiencia y la corrupción son lo que prima en las instituciones.
La baja institucionalidad alienta la salida individual. ¿Cómo volver a armar lo que solo ha llegado a ser proyecto sin contar con referentes consistentes? Hay diversos esfuerzos y grupos que siguen buscando hacer mejor las cosas. Algunos están en diversas entidades públicas, en el Congreso, en la sociedad civil, pero claramente no son la mayoría o en todo caso no tienen poder suficiente para alentar un cambio.
Entre los diversos motivos que podrían ayudar a la acción colectiva está el rol de los líderes, en particular, de los líderes intermedios. Hay diversos estudios y experiencias que señalan la importancia de estos liderazgos en el proceso de movilización social. Un ejemplo, entre muchos otros, es que la consolidación urbana estuvo más vinculada al empuje de líderes y vecinos agrupados que a la gestión de gobiernos locales o centrales.
Incluso, diversos sectores organizados de la sociedad se relacionaron con partidos buscando ir más allá del ámbito de sus propios intereses, pero esa vinculación está hoy fracturada. Esa fue la historia y el contexto hoy es otro. Pero también está la historia a ser contada.
El concepto de líder de opinión surgió en los cuarenta, cuando la radio se expandía en el mundo. En un momento en el que primaba la idea de que los medios masivos tenían un gran poder para “inocular” ideas a la gente, se mostró que la comunicación grupal, interpersonal, tenía su propia dinámica e importancia.
Se pudo identificar que, en ese espacio de relación, siempre había alguien que asumía la función de un líder de opinión que orientaba al grupo mediando entre su propia dinámica y lo que ocurría en el entorno. Ese líder de opinión no es el líder que aparece en medios o en la plaza. Es la persona del barrio, del lugar donde se trabaja y/o estudia, del grupo que se frecuenta. Es quien moviliza, informa, anima.
Hoy esto se desarrolla en un entorno hipermediado que hace que esta dinámica sea más compleja. Hay además brechas de diverso tipo, generacionales, regionales, etc. Pero en todos esos lugares hay líderes que tienen que comenzar a conectar hasta donde sea posible.
Es un momento donde ellas y ellos deben asumir una cuota extra de activismo para retomar el tejido. El apoyo a los autoritarismos extremos es principalmente una reacción desesperada ante la falta de norte y de la presencia de una voz que articule nuestra heterogeneidad.
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