Para muchos resulta extraño que en setiembre del 2017, tres días después de un terremoto que dejó más de 350 muertos en la ciudad de México, el escritor mexicano Juan Villoro haya publicado en el diario Reforma una columna de opinión que se convertiría en un relato de esperanza que conmovió al país en medio de la tragedia. Era el poema ‘El puño en alto’ y describía (y alentaba) a los socorristas y voluntarios quienes arriesgaban su vida para buscar a sobrevivientes entre los edificios caídos.
Un poema contra los desastres naturales. Sí y que dejó un antecedente en la literatura jamás visto de cómo la poesía podía movilizar un sentimiento de solidaridad en las calles: un canto de potencia de la energía de un poema que no solo hablaba de la fraternidad y hermandad de los mexicanos –tan acostumbrados a los terremotos y otras tragedias–, sino que se convirtió en un sentimiento generalizado de desconfianza y crítica sobre su clase política y todos los sistemas de prevención de desastres que sufrían los mexicanos.
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Y el autor del poema ‘El puño en alto’ contaba en un texto que surgió por la desesperación de un columnista periodístico que debía entregar su columna y que no la pasaba bien en medio del pánico del terremoto y los cientos de réplicas que lo hacía perder su capacidad de análisis: “Básicamente lo que yo escribo es narrativa y si tuviera que definir un género para este poema usaría no una expresión literaria, sino sismográfica. Para mí fue una réplica que me salió del alma y eso fue lo que compartí con los lectores”.
Ahora mismo a mí me ocurre. Tengo pavor a los sismos tanto como los perros bravos. Y el sábado lo viví con el terremoto de la región Amazonas. Como cuando mis amigos que sobrevivieron a la tragedia de Yungay me contaban cómo se habían salvado de la muerte porque escaparon a un cementerio en lo alto del pueblo.
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Y hace tiempo no tengo mochila. Con la COVID-19 lo gasté todo. Pero igual sucede con mis vecinos. Uno se quejaba. “Qué tiene Dios con nosotros. Ayer la pandemia y hoy el terremoto”. Y regreso al poema de Villoro, que ha quedado más como un clamor que un canto de devoción ante lo frágil que somos. Pero en todo, en salud y prevención. Y yo escuché en mi edificio a una mujer pidiendo “clemencia”. Y le he mostrado el poema. Y ahora ha recuperado la fe.
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