El síndrome del impostor

“Ahora parece que estaba diciendo la verdad: ¡no quería ir! No quería ser presidente de la República porque, en su fuero interno, sabía que no estaría a la altura de semejante desafío”.

No es una entidad clínica propiamente dicha. Sin embargo, la denominación síndrome del impostor, atribuida a Pauline Clance, se ha popularizado. Acaso porque sus manifestaciones son experimentadas por un gran número de personas. Algunas de estas consisten en sentir que sus logros son fruto del azar o de alguna injerencia externa. Lo cual conlleva el temor insidioso de ser descubiertos. Por ello también se le conoce como síndrome del fraude. En consonancia con lo anterior, se experimenta una corrosiva desconfianza en las propias capacidades, desesperanza, ansiedad, tristeza o incluso depresión.

Esta erosión de la autoestima, si es constante en el tiempo o viene asociada a una responsabilidad elevada, puede resultar demoledora. Al punto que quien lo sufre termina por desear ser descubierto. Freud habla, en otro contexto, de quienes delinquen por sentimiento de culpa inconsciente. Es tal la desazón, que la víctima comete el delito para que, por fin, lo descubran y pongan fin a su martirio.

Como cualquier situación en la vida, el síndrome del impostor no es necesariamente imaginario. La hipocondría, por ejemplo, no impide enfermarse, del mismo modo que la paranoia no te pone al abrigo de la persecución. Asimismo, la negación de la realidad, típica de la psicosis, no hace que la realidad desaparezca. Es decir que se puede tener el síndrome del impostor (preguntarse, por ejemplo: ¿cómo llegué a ser presidente del país?) y serlo. Este podría ser el predicamento de Pedro Castillo. Accedió al cargo de manera legítima y probablemente fue sincero en sus promesas e intenciones. Tal como se subió a un caballo en Cajamarca, durante la campaña por la segunda vuelta, y no pudo controlarlo. Otros tuvieron que sujetar al animal para que no se desbocara.

Más aún: una vez electo, nos previno y no le hicimos caso. Afirmó que no quería ir a Palacio de Gobierno y prefería quedarse en una casa en Breña. No lo escuchamos, pensando que era una frase demagógica. Ahora parece que estaba diciendo la verdad: ¡no quería ir! No quería ser presidente de la república porque, en su fuero interno, sabía que no estaría a la altura de semejante desafío. Pero Cerrón, el mismo que hoy lo jaquea, se lo impuso. Y nos lo impuso a todos los peruanos, enfrentados a una disyuntiva sádica cuyas consecuencias estamos padeciendo hace cien días que parecen años.

La República

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