No es una primicia, lo sé, pero este gobierno es un desastre por donde se lo mire. Al presidente Pedro Castillo todo le queda grande. El sillón de Pizarro. La banda presidencial. Y hasta el sombrero. Todo.
Su “administración” va perfilándose como una de esas pandillas que luego se convirtieron en clanes, y luego en los yakuza, esas familias mafiosas que se parcelaban el poder. En este caso, hablamos de los Cerrón, los Castillo, los Bellido, entre los más notorios.
Lo inquietante es que hay quienes creen todavía, ingenuamente, que el malo de la película es Vladimir Cerrón, y Pedro Castillo es solamente el candelejón y tetudo de la historia. Algo que, si me preguntan, es cada vez más difícil de tragar.
Si en algún momento el jefe de Estado tuvo principios democráticos y morales, estos, a la luz de los hechos, se volatilizaron como el vapor. Castillo no es ningún tonto de capirote, aunque lo parezca. Tan solo es una nulidad.
El 28 de julio Castillo prometió cosas, algunas sensatas, como quien aprieta el gatillo de una ametralladora. Pero luego, al día siguiente, no solo echó todo por la borda, sino que incurrió en error tras error, en torpeza tras torpeza, hasta acumular tantos pecados como los que tenía María Magdalena antes de conocer a Jesús.
César Hildebrandt publicó el último viernes, en su semanario, una columna que lo resume todo y que refleja lo que sentimos muchos peruanos. “Defendimos la legitimidad de la elección porque eso era lo que correspondía y confiamos en que el señor Castillo, una vez proclamado, se desharía de sus vínculos con el prosenderismo, la nostalgia dinamitera, el instinto de la pólvora y la huelga interminable”, escribió. Pero ya saben, eso nunca ocurrió.
Lo que ocurrió fue que Castillo no ha dejado de exhibir más que afasia, incompetencia, socialismo anacrónico, humo, carencia de cuadros, caos. El problema con él, que quede claro, no es que sea de izquierda, ojalá lo fuera, sino que es una mantequilla blanda, un flan a la hora de gobernar y de tomar decisiones.
Porque así estamos. Regentados por advenedizos y mediocres con poder. Incapaces de interpretar lo que significó el mensaje de las urnas, pues escuchan los reclamos ciudadanos con el mismo interés de quien observa a los que le acompañan en un ascensor.
Triste figura la de Pedro Castillo. Tuvo la oportunidad de erigirse como un estadista para reconciliar a este disfuncional y chúcaro país, preñado de taras, pero no. Optó por ser un pigmeo de la política. Y no uno cualquiera, déjenme añadir, sino el rey de los pigmeos. Pues ahí lo tienen, acumulando descréditos. Su gobierno es una desgracia. Y lo que se avecina es como para tocar madera.
Periodista y escritor. Ha conducido y dirigido diversos programas de radio y tv. Es autor de una decena de libros, entre los que destaca Mitad monjes, mitad soldados (Planeta, 2015), en coautoría con Paola Ugaz. Columna semanal en La República, y una videocolumna diaria en el portal La Mula.