La mascarilla del impostor

Las apariencias, la falsedad y el descaro crean mitómanos con dinero, pero sin el talento ni las ideas para trascender hacia el servicio a la sociedad.

Juan de la Fuente Umetsu (*)

¿Qué cosa identifica, en un mismo camino escarpado, a un empresario exitoso y a un empresario fracasado?

Alguna vez presencié cómo un alto funcionario de gobierno ofreció una clase deslumbrante de ciencia y tecnología, al término de la cual el público que abarrotaba el auditorio casi lo levanta en hombros. Fue impresionante.

Éxito o fracaso, bueno o malo, mejor o peor son las analogías que invaden contradictoriamente esta era digital.

Al día siguiente, al chatear con una estudiante asháninka durante la inauguración de una cabina de internet en la selva, dicho personaje mostró su verdadera sabiduría. Escribió unas palabras para saludar a su interlocutora, pero se quedó pasmado al ver que el mensaje seguía allí, fijo en la pantalla de la computadora, sin poder salir.

Una tensa espera se apoderó del momento. Hasta que alguno de sus adláteres puso un dedo en la tecla y, como era lógico, el mensaje salió de inmediato. Diagnóstico: el alto funcionario no sabía hacer ENTER.

También conozco el caso de otro alto funcionario, quien podría situarse como uno de los escritores más prolíficos de la actualidad por los libros que ha publicado, si no fuera por un pequeño detalle: nunca ha escrito un libro y, es más, es poco probable que le guste leer alguno. Ni iluminado ni inspirado, imitando al amado Gabo, diríamos: este Coronel sí tiene quien le escriba.

Este es el empresario exitoso al que me refiero. Su olfato y su visión lo han hecho tener vastas posesiones y propiedades. Pero aquello que en su caso lo ha llevado a edificar su poder económico, es lo que precisamente lo enceguece, lo confunde, le empaña la mirada cuando transita, con la misma autoridad de terrateniente o latifundista moderno, por la vida pública o social.

El empresario exitoso no es ni lo será igualmente en la vida pública, si es que no conecta con ella desde la verdad y la transparencia. Publicar libros escritos por otros es un disfraz que emplea para aparentar ser lo que no es o nunca podrá ser. Es una especie de sombra que busca en vano alumbrar su propia oscuridad.

Las apariencias, la falsedad y el descaro crean mitómanos con dinero, pero sin el talento ni las ideas para trascender hacia el servicio a la sociedad.

Lo público no puede ser el capataz de lo privado. Una visión personalista no puede abarcar una visión social. Somos hijos de nuestras obras, pero también de nuestra visión. El paisaje está en la mirada (Ernesto Sabato, dixit).

El otro caso es el de un empresario frustrado, semejante al empresario exitoso en sus ambiciones, pero completamente distinto en los resultados de sus negocios.

El empresario fracasado ha iniciado un sinfín de proyectos, pero ninguno de ellos ha llegado a buen puerto. Aunque él dice que sí. Y si le preguntas al respecto, te puede convencer de su éxito y hasta hacerte partícipe de él.

Sabemos de la importancia de equivocarse una y las veces que sea necesario para aprender a construir mejores proyectos, pero en su caso, el fracaso no se da por falta de imaginación sino por exceso de ella.

Traspasar las fronteras de la verdad, para afincarse en nuestra sola, única y falsa isla, es como condenarla a la incertidumbre.

Hasta el momento, el mejor (o único) logro del empresario frustrado es haber levantado una ficción personal, un deformado discurso “quántico” que le permite habitar universos paralelos y crear un mundo de ilusión para la gente, mientras la realidad es lo contrario.

Un discurso de éxito, principista, ético, en defensa de la paz y contra la violencia, que sin embargo oculta la existencia de denuncias por escándalos provocados por consumo excesivo de alcohol y colisiones de vehículos por conducir en estado de ebriedad.

Son denuncias refundidas en los anaqueles del olvido, por obra y gracia de no se sabe quién, pero que se suman a su escondido y permanente fracaso en los negocios y en su verdadera relación con los demás.

Pero el empresario frustrado ha construido una historia de buenos y de malos, en la que él -cómo siempre- resulta ser el bueno, nunca el malo y jamás el feo del film.

Es el bueno lindo de la historia, el intachable, el exitoso, el incomparable, un Mr. Hyde que no tiene un doctor Jekyll, sino una mascarilla transparente, no para evitar la pandemia y proteger a los demás, sino para que no se ponga en evidencia su auténtico rostro.

Construir una versión distinta de uno para tapar la realidad, equivale a habitar un mundo paralelo en el que la verdad es aparente y resulta obvio que se trata de una vida sobrevalorada.

Así como la pandemia ha develado y sigue develando muchos secretos, aflorará la verdad, pues esta siempre se muestra, siempre se nota y, hagamos lo que hagamos, aparece como una huella indeleble tarde o temprano en la vida.

Esa vida, que por más que los brujos de la tribu se empeñen en decirlo, no es una empresa, ni una compañía. Es una soledad. Una soledad individual en la medida en que somos seres únicos, con una misión personal.

Y es también una soledad acompañada, buscada, necesaria, cuyo destino es abrazarse a los otros en un viaje compartido a través de la realidad o de la anhelada construcción de la percepción.

(*) Poeta y comunicador

La República

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