El Perú tuvo siempre varias derechas y la única vez en el último medio siglo que se puso como objetivo unirse fue cuando la experiencia fallida del Fredemo (1988-1990). Luego sobrevino un largo ciclo donde la hegemonía de este sector lo tuvo el fujimorismo con cortos momentos estelares de la otra derecha -Unidad Nacional el 2001, por ejemplo- y muy escasas experiencias que desafiaban aquella preeminencia.
La explosión de candidaturas derechistas de cara a las elecciones del próximo año es el reflejo de una implosión, el hundimiento de Fuerza Popular que del 39% de votos el año 2016 exhibe ahora un modesto 7% de intención de voto.
Teóricamente, está en disputa un tercio del electorado, aunque las operaciones que se aprecian estos días son más que electorales. La crisis en la derecha lleva a una recomposición de sus tendencias, cuyo primer resultado es la superpoblación, casi un hacinamiento.
Hay un trecho de política práctica por recorrer todavía y todo es posible en ese sector, hasta la resurrección electoral del fujimorismo, inclusive. Algunas preguntas podrían ayudar a desentrañar los procesos en desarrollo.
La primera: ¿el principal problema de la derecha es que no puede unirse? Es probable que sí, y en ello la debacle de Fuerza Popular parece haber jugado el papel dinamizador de un reordenamiento ideológico en por lo menos tres expresiones: el sector religioso radical expresado en Solidaridad Nacional y el Frepap, con acento en el núcleo moral de la propuesta; el sector neoliberal, el más disperso pero con mayor posibilidad de impactar en un buen número de listas y ganar presencia en el Congreso, con acento en el núcleo económico (De Soto, Cillóniz, Diez Canseco, Cateriano, Acuña y Fujimori); y el sector “político” interesado en formular un proyecto institucional más coherente (el PPC y la recreada Unidad Nacional). Es probable que la actual fragmentación disminuya, pero no al punto de hacer realidad la consigna de “la derecha unida jamás será vencida”.
En tal escenario, así como sucede en la izquierda, la unidad de la actual derecha es un mito, un deseo aceptable pero impropio frente a un proceso que no debería ser visto como divisionista sino como legítimamente autonomista.
De ese proceso, llama la atención el que opera en la derecha religiosa que, finalmente, parece decidida a concretar una coalición católica y evangélica extremista bajo el paraguas de algunos intereses empresariales, un aterrizaje a la política de la movilización conservadora de la última década.
La segunda pregunta es: ¿la división de la derecha coincide con el aumento de posibilidades políticas? Me temo que no, que, a pesar de sus esfuerzos por echar a Vizcarra al campo de la izquierda y de evitar ser tocados por los escándalos de corrupción, la representación política de la derecha se encuentra a la baja y los electores le cobrarán la factura de la inestabilidad 2016-2020.
No hay razón para que los votos de la derecha no migren; el desencanto en la izquierda también puede serlo en la derecha, especialmente si el discurso de un sector conservador sigue siendo el encono, una tendencia de la que a veces -solo a veces- se desmarcan de sus líderes.
Finalmente, el mix derecha y neoliberalismo puede ser electoralmente atractivo a costa de insistir en una salida a la crisis económica reponiendo el llamado “modelo” a las condiciones previas a la pandemia, es decir la economía por delante.
Este éxito depende de tres condiciones, que se reduzca la dispersión antes de la primera vuelta, que las elecciones coincidan con un éxito por lo menos relativo de la reactivación, y que esa derecha neoliberal apueste por cambios mínimos y pactados en las reglas de juego de las instituciones.
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