Cuando recién comenzaba esta pandemia recordaba la obviedad de que sin salud nadie disfruta de una existencia plena. Que el mundo de los enfermos es diferente, que transcurre a otro ritmo, se paraliza, complica y, para muchos, estorba. Que no solo los que sufren alguna enfermedad son los “outsiders” que observan cómo el mundo que está allí afuera sigue su curso, implacable, como si nada pasara, también lo son sus entornos. Todo el ecosistema familiar se dificulta cuando uno de sus miembros cae en un problema de salud. Trámites, exámenes, pruebas, tratamientos, medicinas, aislamiento, incertidumbre. Un circuito tedioso, indeseable, que transcurre mientras la mayoría sana de la población sigue viviendo insolidaria, como sin con ellos no fuera, al punto que en muchos casos puede hasta estigmatizar al prójimo convaleciente. Ese es el mundo paralelo de los enfermos, marginales temporales a quienes el sistema los obliga a dar un paso al costado mientras intenta curarlos y reinsertarlos, mientras pueda, porque hoy hasta eso está en juego. Un mundo sombrío que se padece aún más cuando todo el resto sigue igual, salvo nosotros o los nuestros. Hoy esto ha cambiado con la pandemia del COVID-19, pues pone a toda la sociedad en guardia y democratiza los padecimientos. Nos recuerda que, mientras tenemos la suerte de estar sanos, hay mucha otra gente que la está pasando mal y que necesita de nuestra ayuda, solidaridad y que, tarde o temprano, los enfermos podemos ser también nosotros. La histeria, el temor y la prevención ante el coronavirus convierte a todo el mundo en un mundo de enfermos, es decir, el mundo de los enfermos se relaciona, más que nunca, con el mundo de los sanos y forman uno solo, como siempre debe ser.
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