Por José I. Távara. Profesor PUCP La última CADE, dedicada al tema de la competitividad, puso en evidencia nuestras debilidades y desafíos en el campo de las políticas públicas, la infraestructura, las instituciones y el Estado. Fajnzylber sostenía, hace más de 20 años, que la capacidad de competir elevando el bienestar general no solo depende de las empresas, pues en el mercado internacional “se confrontan también sistemas productivos, esquemas institucionales y organismos sociales, en los que la empresa constituye un factor importante, pero integrado en una red de vinculaciones con el sistema educativo, la infraestructura tecnológica, las relaciones gerencial-laborales, el aparato institucional público y privado, el sistema financiero, etc.”. Esta visión sistémica de la competitividad –oscurecida por el fundamentalismo de mercado– ha regresado con fuerza y empieza a enriquecer el debate sobre políticas públicas. Un artículo de Pedro Francke explica las conexiones entre las políticas sociales y la competitividad. Francke observa que cuando una trabajadora tiene un hijo y no cuenta con ayuda, o cuando uno de sus familiares se enferma, debe distraer energías en su cuidado, reduciendo su productividad. Con un buen sistema de seguridad social, al alcance de la gran mayoría de familias, las personas estarían más tranquilas y aportarían más esfuerzo y calidad en sus actividades laborales. La salud tiene también un alto impacto en la competitividad. Las tasas de mortalidad materna son aún 6 o 7 veces más altas que en Chile o Costa Rica, lo que agrava los problemas de desnutrición infantil y, en última instancia, debilita la fuerza laboral. Por deficiencias en el sistema de salud y en las viviendas, los trabajadores son más vulnerables a diversas enfermedades, que interrumpen la producción. En educación también estamos rezagados, empezando por destrezas básicas en lecto-escritura y matemáticas, lo que limita el uso de nuevas tecnologías y eleva las “tasas de mortalidad” de las empresas. Muchos emprendedores fracasan por su débil comprensión de los mercados, su incapacidad para negociar contratos o su ignorancia de principios básicos de contabilidad. El sistema universitario debe contribuir al desarrollo de capacidades de innovación en las distintas regiones, a fin de adaptar las tecnologías a nuestras realidades geográficas y culturales y de aprovechar, de manera sostenible, el potencial que ofrecen nuestros recursos naturales. Este desarrollo puede facilitar la articulación empresarial y reducir las brechas de productividad. La competitividad también requiere de relaciones de cooperación y de confianza, tanto al interior de las empresas como también entre ellas y con el Estado. Una empresa que maltrata a sus trabajadores no logrará comprometerlos en el esfuerzo innovador, y las empresas que no innovan tarde o temprano desaparecen. La cooperación entre empresas facilita la especialización, la estandarización y la difusión de innovaciones. En ausencia de cooperación Estado-empresas el sector público se burocratiza, la calidad de las inversiones se degrada, los costos de transacción aumentan y la corrupción se extiende, lo cual agudiza los conflictos, reduce la productividad y frena la innovación. Las relaciones de cooperación y de confianza no emergen espontáneamente, pues se sustentan en conductas éticas, en la transparencia y la equidad. Las políticas sociales pueden contribuir a cimentar estas relaciones, promoviendo la igualdad de oportunidades, la cohesión social y la participación ciudadana en los procesos de decisión. En este sentido las políticas sociales son fundamentales en la construcción de los pilares de la competitividad, entendida en su dimensión sistémica.