Oswaldo Díaz Chávez* Solo la acción concreta hace posible la misericordia. A finales de enero, la activista danesa Anja Ringgren Lovén rescató, en Nigeria, a un niño de 2 años que había sido acusado de brujo en su pueblo, deambulaba por las calles y se alimentaba en los basurales. Estaba desnudo, famélico y moribundo. Las imágenes del rescate dieron la vuelta al mundo y el niño, al que llamó Hope (Esperanza), ahora se encuentra a salvo. Además del servicio médico, la institución de Anja trabaja en sensibilizar y educar a la población para erradicar estas creencias y supersticiones, así como comprometer a las autoridades del país africano en la defensa de los derechos de los niños y adolescentes. La situación descrita es un ejemplo y una específica aplicación de lo que significa vivir el Año de la Misericordia propuesto por el Papa Francisco. ¿Por qué? Porque la misericordia no es una idea abstracta, no es una serie de oraciones bien intencionadas, sino una realidad concreta donde mostrar el amor. Sin embargo, muchos cristianos se preguntan cómo pueden hacer viable estas recomendaciones, ya que puede ser difícil encontrar circunstancias como la de Anja o la del buen samaritano de ayudar a un caído en plena calle. Pero si observamos con detenimiento a nuestro alrededor veremos que hay diversos escenarios que mantienen al ser humano en las periferias o en las antípodas del éxito económico, político, social o cultural. Asimismo, la dinámica del mundo, no pocas veces, lleva a un profundo malestar existencial: tristeza, depresión, estrés, soledad, rutina o pérdida de sentido. La respuesta sobre cómo actuar la dio Juan Pablo II en 1983: la evangelización debe ser nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión. El ardor, que se puede graficar cuando un deportista está lleno de entusiasmo y vigor para empezar una nueva prueba; los métodos, que varían, como la utilización de los teléfonos celulares por los encendedores prendidos en los conciertos; y la expresión que nos exige estar atentos a los nuevos tiempos, como cuando aprendemos el lenguaje tecnológico para comunicarnos con niños y jóvenes. De igual manera que en los ejemplos propuestos, tenemos el deber de renovarnos constantemente y ser creativos para enfrentar con misericordia las situaciones problemáticas de hoy en día. En la obra “Mi Cristo roto”, un crucifijo fue mutilado y solo quedaba el Cristo sin cruz, sin brazo ni pierna derecha y sin rostro. A pesar de ello, el Cristo le dice al sacerdote, que lo había comprado en un anticuario, que no lo restaure, que los cristianos deben ser las manos que sostienen al que va a caer, abren la puerta cerrada a los que no pueden abrirla, estrechan otra mano, curan, alivian. Luego, el Cristo le pidió, como nos pediría hoy día, que en el rostro que le faltaba coloque la cara de los mendigos sucios y malolientes, ladrones, suicidas, degenerados, asesinos, traidores o del que nos desprecia, arruina, engaña, del que nos persigue, estropeó nuestros planes, denunció, metió a la cárcel a nuestro hermano o mató a nuestro padre. Difícil, pero muy cierto. Más aún en el mundo actual que solo busca el placer, el reconocimiento y el llegar a la cima sin importar los demás. Por ello, el papa Francisco afirma que “la misericordia es la palabra clave para indicar el actuar de Dios hacia nosotros” y nos recuerda que Dios desea misericordia y no sacrificios, es decir, no solo rezos sino compromiso concreto y reflexivo de ayuda generosa, de amparo, de consuelo, de respeto al otro. Las obras de misericordia, corporales y espirituales, se convierten así en una serie de acciones que podemos realizar de manera creativa, solos o en comunidad, con nuevo ardor, método y expresión. De esta manera, nos aunamos al sentir del padre Alberto Hurtado que señalaba que hay que dar hasta que se caigan los brazos de cansancio, esto es, dar sin reservas, sin escatimar esfuerzos, sin doblegarse porque el escenario nos sobrepase o no veamos respuesta en las mismas personas a las que ayudamos. * Profesor de Literatura y miembro de la Comunidad de Vida Cristiana (CVX)