Sabíamos, basados en la experiencia de los gobiernos anteriores, que el del presidente Kuczynski iba a desgastarse de manera importante a lo largo de su primer año. Con datos de julio, tenemos que la gestión del presidente Kuczynski es aprobada por el 39% de los encuestados, muy por debajo de Humala (48%) ligeramente por debajo de García (42%), pero por encima de Toledo (21%) a la misma altura de sus mandatos. Quizá dentro de lo esperable, considerando que la economía se ha desacelerado claramente desde 2014 y que difícilmente se pueden hacer las cosas peor que Toledo. Además se tuvo que lidiar con eventos inesperados como la ola lava jato y el niño costero. Varias cosas sin embargo resultaron sorprendentes: un manejo macroeconómico muy cuestionado por la comunidad de expertos (supuesta área fuerte del gobierno); segundo, el cuestionamiento a un manejo “tecnocrático” del gobierno, hasta ese momento percibido como supuesta garantía de estabilidad. Ahora se invoca desde sectores diversos un manejo “más político”, se denuncia la ocurrencia de conflictos de interés, la defensa de intereses particularistas, cuando no de abierta ineficacia como consecuencia de la pasada hegemonía tecnocrática. Otra novedad es la ruptura relativa del consenso ortodoxo entre las élites políticas, consecuencia de un fujimorismo reculado hacia posiciones populistas y un estilo confrontacional de hacer oposición. Sabíamos también que la gestión del Congreso iba a ser muy complicada. En medio de las dificultades, la experiencia de Luz Salgado logró sacarla adelante institucionalmente. En cuanto a las fuerzas políticas allí representadas, llama la atención la velocidad de la ruptura del Frente Amplio, y cómo su discurso crítico frente al modelo económico es disputado ahora por sectores antes más ortodoxos, como el fujimorismo o Acción Popular. Hablando de los grupos menores, la necesidad de Fuerza Popular de no aparecer como unilateralmente impositivo abrió el espacio para el protagonismo en algunas coyunturas del APRA o del AP. Y Frente Popular no logró manejar bien su difícil papel doble: opositor pero leal con la democracia. En ocasiones su conducta excesivamente confrontacional, sumado al número de sus votos y la debilidad del gobierno, alentaron lecturas en las que el fantasma de la vacancia del mandato se convirtió en un escenario realista para el poder Ejecutivo. La lógica de la confrontación tuvo costos altos para el fujimorismo entre las elites económicas, medianos ante la opinión pública, pero la nueva estrategia de Keiko Fujimori parecía seguir un rumbo invariable. Logró evitar la división y dispersión de la bancada, e impuso un manejo centralizado relativamente eficiente (mérito nada menor; basta comparar con el funcionamento de las demás bancadas). Pero al final Keiko se vio obligada a reconsiderar la estrategia por un adversario inesperado: su hermano congresista Kenji, usando el indulto de su padre como estrategia de negociación con el poder Ejecutivo y canal de expresión del descontento de las víctimas del manejo centralizado. Todavía estamos viendo las consecuencias y evaluando los alcances del terrremoto al interior de FP. Hacia adelante, se abre la posibilidad (solo la posibilidad) de un año menos accidentado, en el que las dinámicas internas concentren la preocupación de los actores, más todavía pensando en las elecciones regionales y municipales del próximo año. Para esto el Ejecutivo debe recuperar la iniciativa, poniendo por delante una nueva agenda reformista, y buscar acuerdos específicos con la oposición en torno a la misma. Todavía estamos viendo las consecuencias y evaluando los alcances del terremoto al interior de Fuerza Popular.