Los ríos y las cuencas hidrográficas constituyen uno de los factores más decisivos para el desarrollo del país. De ellos depende la sostenibilidad de la vida en pueblos y ciudades. Esto se afirma debido a que de su calidad depende el equilibrio de los ecosistemas que sostienen la economía nacional, la seguridad alimentaria, y la salud pública.
Esta realidad se expresa con particular crudeza en Lima, una ciudad agreste edificada sobre el desierto. No es una noticia nueva de que la supervivencia de la capital peruana, como la mayoría de ciudades ubicadas en la costa del país, dependen casi por completo del ríos.
Lamentablemente, año tras año, esta fuente esencial de agua enfrenta una contaminación persistente. Esta es producida por descargas de aguas residuales, residuos industriales irresponsables y pasivos mineros distribuidos a lo largo de toda la cuenca.
De acuerdo con el indicador global de calidad del agua de las Naciones Unidas, solo el 37 % de los cuerpos de agua superficiales monitoreados en el Perú mantiene buena calidad ambiental. Ello significa que el 63 % muestra incumplimiento de estándares de calidad.
Al respecto, según la propia Autoridad Nacional de Agua, esa negligencia pública incrementa los costos de potabilización y expone a millones de personas a riesgos sanitarios que, con gestión adecuada, es, por supuesto, evitable.
Desde ayer, la contaminación de los ríos constituye un delito penal, sancionado con penas de hasta seis años de prisión cuando se produce daño grave o se emplea maquinaria pesada. Este avance normativo reconoce que la degradación de las fuentes de agua es una agresión directa contra bienes colectivos esenciales, que son además sujetos de derecho. Sin embargo, la sanción penal enfrenta límites cuando no está acompañada de una fiscalización efectiva, monitoreo permanente y capacidad operativa suficiente.
En ese sentido, el desafío es estructural. Las autoridades responsables de la supervisión ambiental operan con un presupuesto que no crece al ritmo de sus responsabilidades. Deben vigilar más cuencas y enfrentar una presión extractiva creciente y sin control como la minería que no cumple con estándares de cuidado ambiental con recursos insuficientes y fragmentados. Esta brecha debilita la prevención y reduce el efecto disuasivo de la ley.
Esto es un recordatorio también electoral. Los candidatos tienen la obligación ética de incorporar compromisos con la prevención del delito ambiental, el fortalecimiento de la fiscalización y el financiamiento adecuado de las instituciones responsables. La protección de las fuentes de vida no puede seguir subordinada a la improvisación ni al corto plazo. Se requiere una mirada de Estado.