Abogado, maestrando de Derecho Administrativo. Miembro del Consejo Consultivo de Perú Legal.

El reto de construir: algunas reflexiones sobre la reforma del sistema de justicia, por Emilio Noguerol

Hoy toca transformar esa indignación en cambios concretos y la reforma del sistema judicial es quizá el punto de partida más urgente para reconstruir la confianza social y recobrar esa estabilidad que se reclama en calles y plazas.

Hace algunos días, en este Diario, Hernán Chaparro hacía una reflexión sobre la denominada “Marcha de la Generación Z” y los retos para que esta efervescente participación juvenil en la cosa pública se mantenga, organice sus demandas y proceda a construir, considerando las dificultades propias de una democracia sin partidos.

Creo que una forma de nutrir este nuevo despertar (son cíclicos, y muchas veces terminan diluyéndose por represión, silencio cómplice de cierta prensa, el propio peso del día a día, la banalidad del espectáculo o la frustración ante la inercia), implica concatenar las demandas ciudadanas de cambio (así, en abstracto) con propuestas puntuales de fondo (en específico) introduciéndolas en el debate público de la campaña electoral, para que se materialicen en los esperados planes de gobierno o en los proyectos de ley de aquellos diputados o senadores que nacerán de nuestros votos.

Si esta democracia malherida no tiene un verdadero sistema de partidos, somos los ciudadanos no afiliados los que debemos marcarle el compás a los candidatos, algo que ya se comienza a ver en este contexto de mayor pluralidad de voces y espacios digitales por donde aquellos que aspiran a una curul o al sillón presidencial ya se comenzaron a pasear. Aunque sigamos viendo diariamente a algunos streamers que hacen abierta propaganda a sus “caballos ganadores”, la variedad de personajes con posturas distintas y criterio ayuda a atenuar esa misma sobonería en la que cae la prensa tradicional cuando el poder político (presente o futuro) aterriza en sus platós.

Veamos, si una de las banderas que se enarbolan junto a la de One Piece en estas protestas, es la de la indignación colectiva frente a la inacción del gobierno respecto a los crímenes de sangre y la corrupción (ambos matan, ojo), hablemos pues de qué se necesitaría para abordarla y pongamos sobre la mesa algunas propuestas de reforma.

¿Cómo los delincuentes no van a estar operando a sus anchas en nuestras ciudades o en la administración pública, cuando tenemos un sistema judicial que fluctúa entre la incompetencia y la anarquía? Incompetencia, porque abundan decisiones judiciales vergonzosas por inmotivadas que son redactadas por novatos mal remunerados, magistrados no especializados que creen poder resolver cualquier causa que aterriza en sus despachos, otros que se venden sin pudor a la parte procesal con mejor bolsillo y una saturación de casos que desborda cualquier capacidad mínima de atención. Hoy los juzgados constitucionales están llegando al extremo de programar una vista de causa para un año después de admitida la demanda. ¡Un año entero para hacer efectiva una garantía constitucional! El mensaje es desolador.

Se necesita que la carrera judicial sea atractiva para los estudiantes que egresan de las mejores facultades de Derecho, de lo contrario el destino de estos seguirá siendo prioritariamente los estudios de abogados o las empresas privadas. Existen múltiples experiencias exitosas en otros países que demuestran que financiar estudios de posgrado a estudiantes, bajo el compromiso de que luego se desempeñen en la judicatura, es una estrategia altamente efectiva (Véase el Public Service Loan Forgiveness (PSLF) Program en Estados Unidos, o el programa “SPP”, en Colombia). Aunque si la situación económica es tan caótica como advirtió esta semana la presidenta del Poder Judicial, Janet Tello y, lo que es peor, el Ejecutivo ha reducido el presupuesto asignado para el 2026, caminamos hacia la dirección contraria a la solución. Un buen financiamiento, el uso eficiente de los recursos públicos y la formación de buenos cuadros para la judicatura debe ser una prioridad.

A esto se le suma esta suerte de anarquía institucional generada por algunos jueces que han claudicado a la mística de administrar justicia, pues según convenga a ideologías, amiguismos o favores, aplican e inaplican las leyes a discreción, en un ejercicio abusivo del control difuso que erosiona la seguridad jurídica y destruye la confianza ciudadana. No es problemático per se que un juez tenga la facultad de inaplicar una ley cuando resulta inconstitucional; sino que hoy, ese mismo juez que dicta sentencias defectuosas, concentre el enorme poder para dejar de lado una norma aprobada por el Congreso que se presume constitucional.

Y, en tanto no mejore la calidad humana en la judicatura, corresponde evaluar si mantenemos esa fórmula o aplicamos mecanismos más responsables para este contexto como, por ejemplo, la “cuestión de inconstitucionalidad”, consagrada en el Artículo 163° de la Constitución Española, que impide a los jueces y tribunales determinar la inconstitucionalidad de las leyes en caso de duda, estableciendo un mecanismo incidental para que el Tribunal Constitucional sea el que lo determine, resultando ello en un control concreto de constitucionalidad (con un pronunciamiento con efectos erga omnes, esto es, de aplicación general, como el de la acción de inconstitucionalidad). Esto evitaría ese desorden generado de inseguridad jurídica y de caos jurisprudencial, donde distintos jueces aplican criterios contradictorios respecto a la constitucionalidad de una misma norma, de modo que los ciudadanos ya no saben si la ley es espuria o no, ni qué criterio deben obedecer.

A su vez, resulta pertinente eliminar, mediante una reforma constitucional, la figura de la ratificación cada siete años de jueces y fiscales, prevista erróneamente en el inciso 2 del artículo 154° de la Constitución Política del Perú. Ello ha propiciado que las decisiones judiciales se vean condicionadas por la influencia de quienes ejercen la función evaluadora.

Así las cosas, la ratificación judicial constituye una influencia indebida que vulnera la independencia de los jueces y resulta, además, irrazonable, pues no ha contribuido a contar con jueces más eficientes o con solvencia moral. La persistencia de la corrupción y de la demora procesal demuestra que esta figura no ha contribuido a mejorar la justicia, sino que, por el contrario, sacrifica la independencia judicial y el derecho de los ciudadanos a ser juzgados conforme al derecho (Villanueva, 2025).

En este contexto de inestabilidad interna, menos aún podemos “darnos el lujo” de denunciar la Convención Americana de DD.HH. y renunciar a la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (salirnos de la Corte), que constituye nuestra última instancia cuando la judicatura nacional nos da la espalda frente a la vulneración de nuestros derechos y garantías. Como lo he dicho antes en este espacio, retirarnos implicaría interrumpir un proceso muy valioso de fortalecimiento del Estado de Derecho, violaría el principio de progresividad de los derechos humanos y nos alejaría de los estándares democráticos internacionales colocándonos al mismo nivel de Nicaragua y Venezuela.

Dicho esto, conviene destacar que el malestar generalizado en la ciudadanía que se traduce en tasas históricas de desaprobación de nuestros representantes revela que ya no toleramos instituciones que no funcionan. Hoy toca transformar esa indignación en cambios concretos y la reforma del sistema judicial es quizá el punto de partida más urgente para reconstruir la confianza social y recobrar esa estabilidad que se reclama en calles y plazas.