Abogado, maestrando de Derecho Administrativo. Miembro del Consejo Consultivo de Perú Legal.
Pedir que una marcha no se politice es incurrir en una contradicción muy grave, porque las marchas son y siempre han sido políticas.
El solo hecho de levantar tu voz, de ejercer tu derecho constitucional a la protesta, de intercambiar reflexiones con otros ciudadanos en el espacio público, es hacer política.
De hecho, Hannah Arendt, importante filósofa del siglo XX, ya señalaba que la política nace fuera del individuo, en el contexto del “entre-hombres”, del intercambio de ideas, “ahí donde actúan y se pronuncian unos frente a otros” (The Human Condition, 1958). Y eso es lo que termina ocurriendo en una movilización ciudadana. Porque los cuerpos llenan el espacio público reclamando eso, que los deja insatisfechos, que los tiene inconformes.
“Donde hay poder, hay resistencia”, reflexiona Foucault en su texto Historia de la sexualidad I: La voluntad de saber. La resistencia de un grupo de personas, de una serie de colectivos que se suman en toda su diversidad, es consecuencia del ejercicio del poder, y de las fricciones que dicho ejercicio del poder está generando dependerá cuánta otra resistencia también se crea o se intensifica.
Por lo tanto, es absurdo afirmar que una marcha no debe politizarse, porque son, por naturaleza, políticas, y quien dice lo contrario no entiende cuál es el real significado de la política. El ejercicio ciudadano de supervisión y control de sus representantes es democracia viva. ¿Se necesitan mejores mecanismos de participación? Sí, fortalezcamos la Ley 26330 con la institucionalización del mecanismo de asambleas deliberativas (véase: El derecho como una conversación entre iguales, del profesor Roberto Gargarella).
Ojo, una asamblea deliberativa no es la tan manoseada “asamblea constituyente”; es un congreso de ciudadanos que, luego de un proceso de elección de representantes, se activa para discutir sobre alguna reforma política específica y cuya propuesta final concertada, tras varias audiencias de debate, es sometida a votación en el Congreso de la República o a la aprobación ciudadana vía referéndum. Las experiencias en Canadá, Australia, Holanda, Irlanda e Islandia han sido muy exitosas; nada nos impide probarlas acá. Los abogados que nos dedicamos al derecho público y al constitucional tenemos la gran tarea creativa de idear nuevas instituciones.
Mientras tanto, ante la disonancia entre mandantes y mandatarios, ante la ausencia de espacios reales de diálogo cívico-gubernamental, queda la calle.
Quienes hoy se fastidian porque las protestas se politizan no se olviden de que viven, en gran parte, cómodos por pequeños grandes cambios que derivaron de protestas. La jornada máxima laboral de ocho horas, la remuneración mínima vital, el voto de la mujer y un largo etcétera de conquistas que derivaron de personas valientes que, en algún momento, alzaron su voz.
Y si no les gusta la bulla, el grito de súplica, el llanto de impotencia, al menos acepten que la democracia representativa —esa que solo se vive en la jornada electoral— se encuentra desfasada y corresponde migrar hacia un modelo de democracia participativa, en la que el rol del ciudadano adquiera la debida relevancia, con consultas constantes, en real gobernanza.
Por otro lado, lo que sí es cuestionable es el aprovechamiento proselitista de las movilizaciones ciudadanas, sobre todo en el contexto de una campaña electoral como la que se avecina, pero apelo a la madurez y al juicio crítico de la juventud para saber discernir entre los oportunismos y los nuevos liderazgos.
El pasado miércoles 15 de octubre he podido corroborar, de primera mano, frente al Palacio de Justicia, que la protesta ha sido completamente heterogénea, no solo respecto a sus reclamos, sino también en su composición social. He visto jóvenes y adultos mayores, estudiantes, trabajadores, colectivos feministas, sindicatos, artistas. Ese mosaico ciudadano revela que el malestar y el hartazgo son transversales.
Estoy convencido de que, incluso si nos medían con un test del compás político, se habría visto que no marchábamos desde una única ideología, sino desde distintas maneras de imaginar el país, todas coincidiendo en rechazar su conducción mafiosa.
Hay rabia, aunque también esperanza.

Abogado, maestrando de Derecho Administrativo. Miembro del Consejo Consultivo de Perú Legal.