La ciudadanía lleva varias semanas en movilizaciones constantes ante el desgobierno que afecta sus vidas, incluso hasta la muerte, a manos de criminales sicarios. Como respuesta, la reacción presidencial ha declinado de cualquier intento de magnanimidad hacia los peruanos y peruanas.
Que la mandataria diga que solo es suficiente no contestar el teléfono para que ya no haya más extorsiones es una burla a las personas que han visto enlutadas a sus familias y de aquellas que viven con el terror de ser asesinadas por trabajar honradamente.
Muchas víctimas ni siquiera sabían que sus empresas eran extorsionadas. En otros casos, los delincuentes matan primero y luego piden los cupos. Es inaudito que semejante hondura de desconexión con la realidad cotidiana de millones de peruanos sea lo único que motive las declaraciones de la jefa de Estado.
En sus reacciones no hay empatía del miedo que consume las calles ni la más mínima capacidad para articular una respuesta integral frente al crimen organizado que, día a día, cercena vidas en el transporte público o en las zonas dominadas por la minería ilegal.
Con la repetición de sus mensajes de desdén, solo demuestra el desprecio que siente por los peruanos al decidir mantenerse ajena a la realidad que sufren los compatriotas.
Mientras el sicariato asesina conductores y el miedo paraliza barrios enteros, la mandataria recomienda a los peruanos evitar las extorsiones no contestando la llamada del sicario. Es una frase frívola que banaliza el drama de quienes son extorsionados.
Es el resultado de un co-Gobierno incapaz, cooptado por fuerzas parlamentarias autoritarias cuyo único interés es beneficiarse sin considerar ni siquiera la vida de los peruanos. Y la repetición de este desdén solo demuestra el desprecio que siente por los peruanos.
En los paraderos, en los terminales, en los mercados donde la vida continúa a pesar del miedo, las redes sociales han sido escenario de los sollozos de quienes, aun amenazados de muerte por no pagar una extorsión, deben salir igual a trabajar. Madres que conducen mototaxis para sostener a sus hijos, choferes que encienden el motor evitando mirar a los costados, familias que los esperan en casa con el corazón en vilo.
“Si no salgo, no comemos”, dicen los pobres del Perú. Y, sin embargo, salen. Lo hacen sabiendo que quizá no regresen. Esa es la dimensión humana del drama que la presidenta pretende despachar con frases sin sentido. Es el rostro del país que su Gobierno se niega a mirar.
Los transportistas no han paralizado por capricho. Lo han hecho porque los están matando, porque viven amenazados, porque el Estado —bajo la conducción de Boluarte— los ha abandonado a su suerte. Y, como ellos, muchos microempresarios y emprendedores en distintas regiones del país temen por sus vidas si se niegan a pagar el cupo.
El paro es el grito desesperado de un país que exige mínimos vitales de protección y justicia, y que, en lugar de respuestas, recibe desprecio y silencio. Los peruanos tienen el derecho constitucional a la libertad de opinión y de protesta, hasta conseguir un Gobierno mínimamente eficaz.