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Saweto: condenados, pero libres, por José Ugaz

"Esta vez, la justicia ha hablado con claridad. Pero si los sentenciados no son capturados, el mensaje para las comunidades indígenas será devastador: que ni siquiera una condena firme garantiza justicia"

* Por José Ugaz, socio de Benites, Vargas & Ugaz Abogados (BVU)

Han pasado once años desde que Edwin Chota, Francisco Pinedo, Jorge Ríos y Leoncio Quintisima —líderes ashéninkas de la comunidad de Saweto, en Ucayali— fueran emboscados y asesinados por enfrentarse a la tala ilegal en su territorio ancestral. Eran dirigentes que denunciaban públicamente, y ante las autoridades, a las mafias madereras que operaban en la frontera con Brasil, y defendían la titulación de tierras comunales como única forma de protección real frente a la depredación.

Tras años de demoras, revictimización, desplazamientos forzados de las viudas y un Estado indiferente, la justicia finalmente avanzó. La Sala Penal de Apelaciones de Ucayali ratificó la condena de 28 años y 3 meses de prisión contra cinco responsables del crimen, confirmando que se trató de un asesinato con alevosía.

Este fallo es histórico. Pero, paradójicamente, la justicia aún no se concreta, porque los condenados siguen en libertad. El riesgo de fuga era inminente: uno asistió presencialmente a las audiencias en Pucallpa, tres se conectaron virtualmente desde lugares remotos de la Amazonía —todos sin detención efectiva—, y uno más, ciudadano brasileño, estuvo prófugo desde el inicio. Previendo el resultado, ninguno asistió a la lectura de la sentencia —tampoco sus abogados—, y hoy los cinco responsables de estos execrables crímenes están en calidad de prófugos. Una situación que se pudo evitar desde un inicio, aplicándoles las medidas de arraigo que aseguraran el cumplimiento de la condena.

Tres omisiones imperdonables del Estado

La tragedia de Saweto no fue un accidente. Es consecuencia directa de tres fallas graves del Estado peruano, cuya inacción antes, durante y después del crimen abrió la puerta a la impunidad.

Primero, fue el propio Estado quien entregó concesiones forestales sobre territorios ancestrales sin consulta ni titulación, generando el conflicto que detonó los asesinatos. Las víctimas presentaron múltiples denuncias formales ante autoridades ambientales, forestales y judiciales. Aun así, ninguna medida efectiva fue adoptada para proteger a la comunidad.

Segundo, el proceso judicial demoró más de once años en resolverse, tiempo durante el cual los deudos fueron revictimizados y desplazados forzosamente de su comunidad. Las viudas y huérfanas, mujeres ashéninkas que no hablan español, debieron trasladarse a Pucallpa para seguir el proceso judicial, viviendo en pobreza extrema, desarraigo y desprotección absoluta por parte del Estado. Dos de sus hijos menores fallecieron de enfermedades curables a lo largo del proceso.

Tercero, las autoridades judiciales y policiales no adoptaron medidas de arraigo ni detención oportuna, permitiendo que hoy no haya un solo condenado en prisión. Sin ejecución efectiva de la sentencia ni reparaciones pagadas, la justicia sigue siendo simbólica.

La responsabilidad del Estado en esta tragedia es innegable. Pero, además de su inacción estructural, el caso ha sido analizado y resuelto judicialmente con pruebas claras, detalladas y suficientes. Vale la pena revisar lo que dice la propia sentencia.

Una emboscada anunciada

El fallo describe con claridad el móvil y el modo de ejecución: los líderes ashéninkas fueron asesinados en una emboscada armada mientras caminaban hacia una reunión en territorio fronterizo. El crimen fue consecuencia de un conflicto sostenido entre las víctimas y taladores ilegales que vieron amenazados sus intereses económicos por las denuncias lideradas por Chota y sus compañeros.

La condena se basó en prueba indiciaria sólida y abundante: 28 elementos entre antecedentes, testimonios, pericias, documentos y actos posteriores al crimen. Destaca el testimonio de un testigo protegido que presenció la planificación del asesinato y el regreso de los responsables tras cometerlo. Su relato fue coherente, detallado y reforzado por múltiples elementos objetivos.

La Sala también valoró declaraciones de testigos adicionales, pericias balísticas, necropsias, reportes de incautación de madera ilegal y documentos oficiales. En contraste, el único testigo presentado por la defensa fue descartado por su evidente parcialidad: era compadre espiritual de uno de los acusados.

La defensa intentó deslegitimar el proceso con argumentos tan falaces como peligrosos. Alegaron que Edwin Chota no era indígena sino mestizo, y que, por tanto, no tenía derecho sobre tierras ancestrales. Ignoran —o buscan ignorar— que Chota era dirigente de una comunidad nativa formalmente reconocida por el Estado. También insinuaron que las víctimas estaban manipuladas por ONG poderosas, o que la tala realizada por los acusados no era ilegal porque tenían una concesión sobre tierras comunales no cedidas.

Estas estrategias no solo faltan a la verdad: reproducen el mismo desprecio estructural que permitió el crimen.

¿Un precedente o una ilusión?

La sentencia incluye un paso importante: el aumento de la reparación civil de S/50,000 a S/100,000 por cada víctima, reconociendo el daño severo causado a sus familias. Pero esta medida será simbólica si el Estado no garantiza su cumplimiento.

Esta vez, la justicia ha hablado con claridad. Pero si los sentenciados no son capturados, el mensaje para las comunidades indígenas será devastador: que ni siquiera una condena firme garantiza justicia.

El caso Saweto debe marcar un antes y un después. Si el Estado no actúa ahora, el fallo quedará como un gesto vacío en un país donde la justicia llega tarde y rara vez se completa.