Profesor de Política Internacional Europea en la Universidad San Ignacio de Loyola (USIL)
Por Francisco Belaúnde, profesor de Política Internacional Europea en la Universidad San Ignacio de Loyola (USIL)
El puerto de Róterdam, en los Países Bajos, el más importante de Europa, ha decidido condicionar sus instalaciones para recibir material bélico.
Estonia, Lituania, Letonia, Polonia y Finlandia han anunciado su retiro de la Convención de Ottawa, que prohíbe las minas antipersonales, para poder instalarlas en sus fronteras con Rusia.
Dinamarca ha decidido incluir a las mujeres en el servicio militar obligatorio.
Estas noticias, entre otras, se suman a los anuncios sobre el rearme del Viejo Continente y las declaraciones alarmantes de varios gobernantes y autoridades sobre la amenaza rusa y la posibilidad, o la casi certeza, de un próximo ataque ordenado por Putin.
Más aún, el Reino Unido y Francia, los dos únicos países europeos occidentales que disponen de bombas atómicas, han acordado coordinar sus fuerzas nucleares y han emitido una advertencia bastante clara a Rusia.
Es decir, 80 años después del fin de la Segunda Guerra Mundial y 36 tras la caída del Muro de Berlín, se reinstaura un clima bélico en Europa.
Naturalmente, lo señalado no quiere decir que una conflagración general estalle en los próximos meses, pero sí existe la convicción bastante extendida de que es muy posible que ocurra en pocos años, debido a la agresividad que exhibe Rusia. De hecho, ya hay en curso una guerra híbrida que se traduce en sabotajes y hackeos perpetrados contra empresas e instituciones del continente, entre otras acciones, por agentes a sueldo de Moscú, según se ha denunciado.
Con los aprestos militares y logísticos, se busca entonces estar debidamente preparados para la eventualidad del estallido de un conflicto. Mejor aún, se persigue evitarlo. Es la clásica fórmula de la paz a través de la exhibición de fuerza, aunque, en realidad, sería más preciso decir que se busca evitar la extensión de la guerra que ya se está dando en estos momentos en Ucrania. En efecto, para la mayoría de los gobiernos y buena parte de la población del continente, si Rusia sale airosa de su aventura militar iniciada a gran escala hace dos años y medio, irá por otros objetivos. Al ayudar a los ucranianos, los europeos sienten que, además de actuar a favor de un país víctima de una agresión, están luchando por su seguridad.
Precisamente, la movilización en el Viejo Continente ha sido gatillada, en gran parte, por la invasión moscovita. A ese factor se añade, obviamente, el debilitamiento de la relación con Estados Unidos, por las dudas que existen sobre su voluntad de cumplir sus compromisos en el marco de la OTAN. Por cierto, la probabilidad de un ataque ruso descansa justamente en la perspectiva de que Washington no intervenga.
El problema es que la emergencia se da en un contexto en que varios países europeos enfrentan dificultades financieras que complican sus objetivos de rearme. Muchos tienen un déficit público que supera largamente el 3 % del PBI y, por lo tanto, una deuda excesiva. Es entonces la hora de las decisiones dolorosas y políticamente sensibles. Así, en Francia, a la par de que el presidente Macron anunciaba, con un tono dramático, un fuerte incremento del gasto en defensa, apuntalando con la intervención poco usual de la cabeza de la jerarquía militar, el primer ministro anunciaba un presupuesto que implica sacrificios en materia social y en otros rubros.
Otros gobernantes, como el canciller alemán Friedrich Merz, la tienen menos difícil en ese aspecto, pues la República Federal tiene una tradición de disciplina fiscal consagrada en la Constitución. Tiene entonces mayor espacio financiero para endeudarse, aunque tuvo que hacer un cambio en su texto fundamental para escapar un poco de la disciplina y posibilitar, desde el punto de vista constitucional, un mayor endeudamiento.
La Unión Europea, por su parte, ha elaborado el plan “Readiness 2030”, que contempla que los países miembros inviertan conjuntamente en defensa 800,000 millones de euros, lo que sería apoyado por la organización con una línea de crédito de 150,000 millones de euros. Ello, condicionado a que se compren determinados tipos de armas como sistemas antiaéreos o drones, y que sean de fabricación europea en 65 % como mínimo. Además, para favorecer economías de escala, se exige pedidos conjuntos de varios países y asociaciones entre diferentes empresas del continente. Estas condiciones apuntan a reducir la dependencia respecto de las importaciones de armamento norteamericano, que actualmente representan alrededor del 60 % de los arsenales, y a reducir la dispersión de la industria militar. Ciertamente, también el esfuerzo significará un impulso a las economías, muy necesario en estos momentos, en especial para Alemania, que pugna por salir de la recesión.
Por otro lado, está claro también que situaciones graves como la actual profundizan la integración europea. Se trata de un proceso que avanza muchas veces cuando toca enfrentarse a crisis, como antes la pandemia, y ahora la amenaza de un conflicto bélico. Incluso, en esta ocasión, se ha dado un acercamiento al Reino Unido, muy llamativo tras el distanciamiento generado por el Brexit. Ello se da, paradójicamente, en paralelo a la progresión de fuerzas contrarias a la integración, como son los partidos considerados de extrema derecha, que suelen ser euroescépticos, y muchos de ellos tienen simpatías prorrusas. Ya están en el poder en Eslovaquia y en Hungría, o han sido asociados a coaliciones gubernamentales, mientras que, en otros casos, van acercándose al poder. Moscú, por cierto, alimenta esas corrientes y estuvo a punto de obtener una victoria en Rumanía, donde tuvo lugar en mayo la segunda vuelta de la elección presidencial. Sorpresivamente, el candidato proeuropeo obtuvo la victoria, cuando parecía que su derrota era segura.
En síntesis, son tiempos desafiantes para el mundo en general, debido en gran parte a la irrupción del factor Trump, pero particularmente para Europa, que ve cómo los fantasmas del pasado guerrero regresan de pronto, para, tal vez, sumergirla.
Profesor de Política Internacional Europea en la Universidad San Ignacio de Loyola (USIL)