Trump, las uvas están verdes, por Juan De la Puente
La administración Trump II se topará con estas dos barreras: el principismo democrático de una región que no acepta con carácter exclusivo la culpa de problemas regionales y globales que pertenecen a todos, y el pragmatismo de economías abiertas en las que hay que competir más que coactar.

Ninguna de las menciones de Trump sobre A. Latina, en sus primeros días de mandato, fueron halagüeñas. Las amenazas de aranceles más altos, responsabilizar a A. Latina por el auge de las drogas en EEUU, la deportación de inmigrantes, la suspensión del asilo y el despliegue de tropas en la frontera con México suministran la idea de que, aunque no se trata aún de una doctrina, la nueva administración norteamericana llevará adelante una nueva estrategia en la región.
La realidad determinará si se trata de un esquema heavy de la doctrina Monroe o una derivación radical no consensuada de la Doctrina de Seguridad Hemisférica, como sí lo fue la Declaración Sobre Seguridad en las Américas (OEA, 2003). Podría ser también la expresión de una política exterior errática parecida a la de su primera administración, reflejada en los giros imprevistos que hubo con México y Brasil, en línea con las azarosas decisiones sobre Afganistán, Corea del Norte y China.
Por supuesto que hay cambios en el discurso trumpista entre la primera y la segunda administración que se inicia. En su primera presidencia, si bien A. Latina no fue una prioridad, no hubo una conducta agresiva contra sus Gobiernos más importantes, de lo que dan cuenta los acercamientos a México (con Peña Nieto y AMLO), Argentina (Macri), Brasil (Bolsonaro) y Chile (Piñera). De hecho, EEUU negoció un nuevo tratado con México y Canadá por 16 años (T-MEC), ventajoso para México, especialmente para su economía primaria.
La imagen proyectada por Trump II es de una administración bastante irritada con A. Latina, de espaldas a ella y en la que la toda relación se subordina a la seguridad de EEUU (migración y drogas). El cambio consiste en que la región es ahora apreciada como invasiva y hostil a EEUU; es decir, un estado de cosas donde la tensión y el reclamo reemplaza a la cooperación, y donde EEUU es una víctima que debe ser entendida y resarcida.
Las expresiones de Trump sobre la región (“ellos nos necesitan más de lo que nosotros los necesitamos a ellos”) podrían pasar por una expresión políticamente incorrecta. No obstante, es más que eso. Se trata de una nueva cultura en las relaciones exteriores de EEUU donde desaparece el equilibrio en la atención de los intereses de las partes y se difumina la necesidad de un tratamiento multilateral de los problemas del hemisferio.
La nueva cultura, que no estuvo marcadamente presente el gobierno Trump I, es definida en el primer memorándum que envió Marco Rubio (cable obtenido por RealClearPolitics), nuevo secretario de Estado, pocas horas después de haber sido confirmado por el Senado. En resumen, según el memorándum, los intereses nacionales —“la lucha contra las actividades de nuestros malignos adversarios”— definen toda cooperación. La declaración es crucial: detener la inmigración ilegal y asegurar la frontera de EEUU es el “asunto más importante de nuestro tiempo”.
No creo que esta política logre resultados. La idea de Trump como un jugador rudo, inteligente y audaz, proyectada por una parte de la academia y los medios, es muy relativa cuando se trata de A. Latina. En cualquier caso, podría tener utilidad en la relación con las potencias con las que es posible negociar, utilizar y/o atraer en asuntos dependientes de ellas y en un juego de toma y daca. Más complejos son los trámites con los países emergentes —y más aún con los pobres— que no pueden controlar procesos incluso con la ayuda de EEUU, como la exportación de drogas y la migración, y que tampoco lo podrán hacer sin la cooperación norteamericana.
Por ejemplo, la reciente suspensión de la ayuda extranjera, a excepción de Israel y Egipto, afecta a Colombia que debería recibir este año 400 millones de dólares, de los cuales más de 130 millones deberían destinarse a la lucha contra el narcotráfico. En el caso del Perú, en noviembre pasado, EEUU anunció una ayuda de 64 millones para la lucha contra las drogas y el crimen transnacional y de 8,5 millones para reforzar la seguridad del nuevo puerto de Chancay mediante la instalación de tecnología para la inspección de cargamentos. De hecho, la cooperación de EEUU ha sido crucial en el Perú para la erradicación de la hoja de coca y su sustitución por el café y cacao.
El control de las drogas y de la migración sin cooperación es un camino extremadamente riesgoso en muy corto plazo y sus resultados pueden ser velozmente contraproducentes. Peor aún si se aprobara el control del envío de remesas de los trabajadores migrantes o si, como en el caso de México, Canadá o Perú, se elevaran los aranceles solo para frenar la cooperación de las economías locales con otros socios comerciales o presionar por decisiones políticas o económicas.
La región latinoamericana sufrió los efectos de la Guerra Fría con resultados nefastos para la democracia, los derechos y las libertades. Sin que ahora sea un consenso explícito, la mayoría de sus gobiernos que tienen algo que perder se resisten a participar en una nueva guerra fría, geopolítica o geoeconómica. Los apuros de Milei —esto recién empieza— con Brasil y China exponen el riesgo de llevar a las relaciones internacionales las promesas ideológicas radicales.
La administración Trump II se topará con estas dos barreras: el principismo democrático de una región que no acepta con carácter exclusivo la culpa de problemas regionales y globales que pertenecen a todos, y el pragmatismo de economías abiertas en las que hay que competir más que coactar. Esta perspectiva no excluye tensiones bilaterales, el surgimiento de países más presionados —México, Perú, Panamá y Colombia en la primera fila— y de otros menos resistentes. Por ello, la estampa general de las relaciones entre EEUU y A. Latina no es tanto de una potencia que no quiere, sino que no puede. Las uvas están verdes.
Una mención aparte merece la ultraderecha latinoamericana a la que cada vez le será más difícil ser trumpista. Apegada al dogma neoliberal, les costará justificar el proteccionismo extremo del Gobierno de EEUU, especialmente si sus medidas colisionan con las economías abiertas de sus países. Les puede ser rentable dejar que Trump ejerza el pontificado del discurso conservador, aunque la carne viene con hueso. La pretensión contra el canal de Panamá, las expulsiones masivas de migrantes o la afectación de las remesas serán variables que dificultarán una acumulación política conservadora.