El Diablo y los Sodalicios

Dos valientes periodistas, Paola Ugaz y Pedro Salinas, denunciaron el crimen y han sido perseguidos por todos los medios gracias al poder que en todas las esferas ejerce esa siniestra organización.

Escribe: Eduardo González Viaña*

Me ocurrió en los interiores de una radio limeña. Entraba yo porque iba a ser entrevistado a las 11 de la mañana. Debido al exceso de la calefacción, se sentía allí un calor bochornoso y asfixiante.

Por casualidad, en ese momento salía de la cabina el cardenal del Perú, Monseñor Cipriani. Nos presentaron y él me preguntó:

—Ah, escritor González Viaña. ¿Cómo se siente?

—Padre, siento que estoy entrando en el infierno.

Lo había dicho debido a la temperatura sofocante, pero los presentes lo interpretaron como una broma que, en realidad, yo no había querido hacer. Entonces, el arzobispo reiteró su pregunta:

—¿Por el calor?

—No, por usted.

Lo recuerdo porque el papa Francisco acaba de aprobar la expulsión de diez miembros del Sodalicio de la Vida Cristiana, una entidad corrupta que abusó con sadismo y violencia y domesticó a centenares de jóvenes peruanos, y que cosechó fortuna y gran poder político con la mala administración de los bienes eclesiásticos.

Dos valientes periodistas, Paola Ugaz y Pedro Salinas, denunciaron el crimen y han sido perseguidos por todos los medios gracias al poder que en todas las esferas ejerce esa siniestra organización.

¿Y qué tiene que ver en eso Juan Luis Cipriani? Su pasividad y posible satisfacción encubierta fueron denunciadas a su tiempo.

Y más todavía, en agosto 2018, la 25 Fiscalía Provincial Penal de Lima solicitó a la Conferencia Episcopal Peruana (CEP) la documentación concerniente al cardenal Juan Luis Cipriani en el marco de la investigación que se le siguió por presunto encubrimiento en el caso Sodalicio. Sin embargo, el cardenal tuvo constantemente una actitud tendiente a minimizar esas violaciones y pedofilia ahora comprobadas.

Más todavía, su conducta con respecto al tema sexual fue siempre retrasada y vociferante, como cuando dijo que las culpables de las violaciones son las propias mujeres porque con la ropa que se ponen se muestran como en un escaparate.

Fue también el miserable que negó el apoyo de la Iglesia en Ayacucho a las madres de los desaparecidos por la infame guerra sucia, con un cartelito que rezaba: “Aquí no se atienden derechos humanos”.

Fue el infame que condujo una algaraza contra miles de mujeres que habían tomado la desdichada decisión del aborto, en una supuesta “marcha por la vida” convocada por él.

Procesiones como la “marcha por la vida” las hubo en Lima en la época de la Colonia. En la plaza de armas, los inquisidores congregaban a hombres, mujeres y niños para presenciar los ajusticiamientos de brujas supuestas, o de judíos, homosexuales, blasfemos, herejes o simplemente de rebeldes contra el rey de España.

Los ciprianis de entonces usaban leña verde para que sus víctimas tardaran horas en morir.  Por su parte, la embrutecida y canibalesca multitud escuchaba con entusiasmo el clamor de los moribundos o aspiraba con hambre el olor de la carne humana en el asadero.

Antes de los condenados a muerte, pasaba el desfile de aquellos que habían padecido largos años de cárcel e iban a ser liberados. Vestidos con hábitos de penitente y sombreros en cucurucho, eran sometidos a pedradas y escupitajos de la turba.

Como lo dijo Paola Ugaz: “Desgraciadamente, el cardenal Cipriani fue un hombre siniestro”. Lo fue, y por esa razón no me arrepiento de lo que pasó en una radio limeña. Solamente espero que no se presente de nuevo esa desdichada oportunidad.

*Escritor.

La República

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