Aunque para alguien familiarizado con las encuestas y el sentir de la calle puede parecer alucinante, yo juraría que doña Dina Boluarte, la señora que dizque ejerce la presidencia de la República, está totalmente convencida de que el país entero la adora. En serio. Y ha puesto en evidencia esta curiosa disociación de la realidad más de una vez, como cuando, ya en plena caída de su (nunca envidiable) popularidad, llegó a decir que ella era “la mamá de los peruanos” -no la madre, sino la mamá, como para infantilizarnos todavía más- y que César Acuña era nuestro papi. ¡Puaj!
Pero ya el summum de esta ausencia absoluta de autopercepción se dio esta semana, por interpósita persona, cuando su ministro-mascota Morgan Quero declaró que las circunstancias actuales “dejan un espacio para la reelección presidencial”. Obviamente, Quero no se mandaría con una idea tan desopilante sin el beneplácito de su jefa, y lo hizo casi al mismo tiempo que el premier Gustavo Adrianzén aseguraba, sin siquiera pestañear, que la presidenta “es muy querida en el interior del país”, algo que solo demuestra que la señora vive en una burbuja de sobonerías y portátiles que, sin embargo, no pudieron evitar que dos familiares de las víctimas de las matanzas de su gobierno le jalonearan del pelo en Ayacucho.
Ninguno de ellos -presidenta, ministro y premier- parece haber siquiera prestado atención a que las principales encuestadoras dan a la presidenta una popularidad que bate los récords marcados por Alan García I tras su intento de estatificación de la banca (6%) y el de Alejandro Toledo, cuando su negativa a reconocer a su hija (7%). A Boluarte, Datum le da cinco puntos e Ipsos, apenas seis, ínfimas cifras que, sin duda, llegarían a cero si a la doña se le ocurriera mandarse a la reelección, supuesto obviamente negado, pues estaría desacatando sus estrictos deberes de servicio a la verdadera presidenta de facto del Perú, la -nunca elegida por nadie- Señora K.
Pero, más allá de las carcajadas que puedan provocar las declaraciones de Quero, la presidenta que jamás abre la boca en los consejos de ministros (instancia máxima de gestión del Poder Ejecutivo que ella “encabeza”), debe creer que solamente la odian la prensa y algunos fiscales malintencionados que le levantan investigaciones por actos tan inocentes como prestarse relojes Rolex para “representar bien al país”. De allí que opte por enmudecer ante los fiscales y que a los periodistas los trate con la punta del zapato, encerrándolos en jaulas durante eventos a los que los invita previamente. Nunca la expresión “matar al mensajero” fue tan precisa.
Pero similar es la situación del Congreso, que no va muy a la zaga en cuanto a impopularidad se refiere. La única diferencia es que, mientras Boluarte reacciona negando la realidad (delulu is the solulu, ¿recuerdan?), los señores que mantenemos con nuestros impuestos tienen lo que nuestras abuelitas llamarían “cuero de chancho”. Es decir, conocen las cifras, son conscientes de la aversión que provocan, pero les importa un cuesco. Ellos siguen, entusiastas, desmantelando el país, masacrando la Constitución y preparando su permanencia en el poder a vista y paciencia de todo el mundo.
Sin embargo, la ciudadanía -que, de otro lado, no encuentra un camino de movilización organizada y exitosa- ha encontrado, por ahora, una manera de hacerles sentir su repudio: abucheándolos en cuanto acto público participen o en sus intentos de simular que cumplen con sus semanas de representación o, simplemente, cuando se cruzan con ellos por la calle, ese espacio que, hoy, es un terreno minado en el que cada vez menos se atreven a asomar.
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Esta semana, por ejemplo, lo vivieron en carne propia los congresistas de Perú Libre Waldemar Cerrón y María Agüero, que tuvieron que marcharse de un mercado de Huancayo, donde intentaban comer un platillo típico, cuando la gente los rodeó y logró expulsarlos a los gritos de “¡fuera, corruptos!”, “¡entreguen a (Vladimir) Cerrón!”, “¡conchudazos!” y otras perlas. Se fueron con el rabo (de paja) entre las piernas, justo de la ciudad donde nació su movimiento. Tremendo mensaje.
También han probado las hieles del rechazo ciudadano otros congresistas -que, tras las paredes del Congreso, se creen invulnerables-, como Maricarmen Alva, que fue abucheada hace unos meses en Arequipa, cuando intentaba participar de las celebraciones del aniversario de esa ciudad. Le gritaron de “¡racista!” y “¡corrupta!” para abajo. No se fue, pero bajó la cresta durante el resto de la jornada.
Pero la repulsión ciudadana no conoce de colores políticos. Lo saben la congresista Nieves Limachi, de Perú Democrático, que fue expulsada hace un año de Tacna, donde la habían declarado persona non grata. También el congresista Óscar Zea, también de Perú Libre, que fue expectorado de Puno. Igualmente, Karol Paredes, de Acción Popular, y Cheryl Trigoso, de Alianza para el Progreso, durante una semana de representación en San Martín. La lista es larga y casi no hay congresista que no haya vivido el rechazo popular a punta de abucheos.
No es verdad que la ciudadanía peruana sea apática, como señalan algunos analistas y líderes de opinión. Los peruanos hervimos de indignación, pero no estamos dispuestos a seguir convocatorias prematuras o consignas poco convincentes. Más tarde o más temprano saldremos a las calles en desbandada. Por ahora, nuestro reducto de protesta es el abucheo a todo volumen en cualquier lugar en el que los encontremos. ¿Nuestro logro? Tenerlos acorralados en sus espacios de abuso de poder, que son las burbujas en las que sobreviven, mientras nos empoderamos en nuestras calles y esperamos el momento de expectorarlos.
Periodista por la UNMSM. Se inició en 1979 como reportera, luego editora de revistas, entrevistadora y columnista. En tv, conductora de reality show y, en radio, un programa de comentarios sobre tv. Ha publicado libro de autoayuda para parejas, y otro, para adolescentes. Videocolumna política y coconduce entrevistas (Entrometidas) en LaMula.pe.