La mafia y la privatización del Estado, por Cecilia Méndez

“Benavides ha conseguido lo que el exfiscal Pedro Chávarry quiso, pero no pudo porque la movilización ciudadana lo obligó a dar marcha atrás”.

El espectáculo de los agentes de la Fiscalía cargando con las ánforas que contienen los votos de la última elección presidencial en Guatemala es uno los más grotescos, pero representativos de la degradación de la política y la democracia de que hemos sido testigos en los últimos años en el continente e inaugura una nueva modalidad de golpe de Estado y Gobierno autoritario, distinto no solo a las dictaduras militares de los tiempos de la Guerra Fría sino de aquellas instauradas por los caudillos que ganan elecciones para luego atrincherarse en el poder, que plagan la historia de la última centuria en Hispanoamérica.

Fujimori, Bukele, Ortega, Chávez y Maduro, son solo ejemplos recientes. Pero lo que destaca en el caso de Guatemala –y por eso es el espejo en que debemos mirarnos hoy– es que el latrocinio de los votos con el fin de subvertir un resultado electoral legítimo es perpetrado por los agentes de las propias instituciones del Estado encargadas de impartir justicia, en este caso, la Fiscalía, pervirtiendo su razón de ser, por no hablar del atentado contra el principio de separación de poderes sin el cual no hay democracia posible. En Guatemala la verdad es delito y por eso, periodistas y jueces probos han sido encarcelados u obligados a vivir en el exilio.

En el Perú, Patricia –alias Blanca Nélida– Benavides, que ostenta el título de fiscal de la Nación, pero que ejerce en la práctica como fiscal de la mafia, está llevando al Perú al despeñadero guatemalteco. En las últimas semanas, ha dado una estocada mortal a los equipos de fiscales que investigan los dos megacasos de corrupción más importantes del Perú: el de los Cuellos Blancos, o la mafia de los “hermanitos” enquistada en la administración de justicia, removiendo a tres fiscales que estaban a poco de formular acusación tras tres años de investigación; y la de Lava Jato, que involucra a expresidentes, políticos y empresarios, inhabilitando por ocho meses al jefe del equipo de fiscales, Rafael Vela, con argumentos insostenibles y más remociones de fiscales claves.

Puede hacerlo porque no está sola. La aplauden y celebran el Congreso, Ejecutivo y el TC, cierta prensa; la apoyan operadores de las antiguas mafias aprofujimoristas en los círculos judiciales, como lo muestra un reciente reportaje de Eloy Marchan en Hildebrandt en sus trece.

Benavides ha conseguido lo que el exfiscal Pedro Chávarry quiso, pero no pudo porque la movilización ciudadana lo obligó a dar marcha atrás, saliendo en defensa de los fiscales José Domingo Pérez y Rafael Vela, y fue Chávarry el destituido. De eso hace menos de un lustro, pero parecen años luz. Hoy, Blanca Nélida II avanza arrolladoramente, y sin resistencia ciudadana, por la reconquista del Poder Judicial y la Fiscalía por las mafias, con la complicidad tácita de Boluarte y Otárola que, teniendo las manos manchadas de sangre, están igualmente internados en la impunidad.

No es que la gente esté feliz con este estado de cosas, como lo demuestran las encuestas, sino que la mafia –una confluencia de intereses delictivos unidos por el uso privado de sus cargos públicos y la búsqueda de impunidad– dispara por todos lados sembrando miedo, amordazando, amenazando con judicializar a sus críticos, intentando convertir derechos como el de la protesta y la información en delitos, hostigando a opositores, periodistas y “reglando” hasta sus propias víctimas, para evitar que la verdad que los compromete se conozca y puedan mantenerse en sus puestos impunemente.

Se necesitaría una alerta sobrehumana para responder a ese bombardeo cotidiano, ubicuo y degradante. Hablo de Lima, claro, y de sectores urbanos de clase media que antes solían movilizarse bajo las banderas del antifujimorismo. Hoy, la vanguardia política son los campesinos, especialmente del sur, y en particular Puno. Son ellos los que en sacrificadas marchas y aun a costa de vejámenes y hostigamiento despertaron a la anonadada Lima. Aunque a muchos no les guste reconocerlo, el campo despertó políticamente a la ciudad. 

Más allá de la coyuntura, un tema de fondo que no se suele tocar cuando se habla de la muerte de la democracia y la degradación de la política es la extinción de los intelectuales, entendidos como el “sector ilustrado” que ejerce el pensamiento crítico; el que debería dar la voz de alerta contra el abuso del poder y las dicotomías fáciles que eliminan la necesidad de pensar y, por tanto, de hacer política.

No los veo y no los oigo desde hace tiempo, y esta virtual extinción creo que debe de ir más allá del efecto Twitter. El antiintelectualismo fue intrínseco al modelo de sociedad que se impuso en los noventa y que convirtió toda crítica al mismo en “terrorismo”. Tabú criticar el mito del emprendedurismo, no aplaudir el “mercado”, decir que el Estado debía velar por el bienestar social. La desregulación económica terminó desregulándolo hasta la ética. Pero aunque lo que hoy vivimos es el efecto lógico de este modelo del “sálvese quien pueda”, y el modelo está muerto, la minoría que lleva la batuta sigue apostando por él sin darse cuenta que alimenta un cadáver en avanzado proceso de descomposición.

El modelo privatizó todo, hasta el propio Estado, reemplazando la idea del servidor público por el del “tecnócrata”, y hoy ha devenido en poco más que un mercader de intereses privados, usualmente delictivos, siendo el Congreso el producto más extremo del modelo.

Por eso, cuando digo que Benavides es solo nominalmente la fiscal de la Nación, pero en la práctica es la fiscal de la mafia, no lo digo como hipérbole. Porque la nación somos todos, pero ella, como los otros miembros de la coalición que gobierna, parece trabajar para grupos privados y sin rendir cuentas. Tal vez haya que recordarles el artículo 2 de la primera Constitución del Perú, que este año cumple dos siglos frente al olvido generalizado: la nación “es independiente de la monarquía española, y de toda dominación extranjera; y no puede ser patrimonio de ninguna persona ni familia”.

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Cecilia Méndez

Chola soy

Historiadora y profesora principal en la Univ. de California, Santa Bárbara. Doctora en Historia por la Universidad del Estado de Nueva York, con estancia posdoctoral en la Univ. de Yale. Ha sido profesora invitada en la Escuela de Altos Estudios de París y profesora asociada en la UNSCH, Ayacucho. Autora de La república plebeya, entre otros.