Carlos Raffo ha partido, por José Antonio García Belaunde

"Era Carlos conocido, y mucho, por sus cualidades de gastrónomo impecable y de golfista consumado; pero yo no sabía de sus exquisitos modales, de la calidez en su trato, de su fina inteligencia y de su no menos fino sentido del humor".

Corría el año de 1992 y el Perú, una vez más, se entusiasmó con un golpe de Estado; en este caso, el primero de nuestra historia, que lo perpetra un presidente legítimo. No parecía haber oposición, tal el masivo apoyo que la medida suscitaba. En esos días fui invitado a una de las comidas de Carlos Raffo. Una suerte de refugio donde no se comulgaba con las ruedas de molino que Fujimori y Montesinos hacían girar.

Era Carlos conocido, y mucho, por sus cualidades de gastrónomo impecable y de golfista consumado; pero yo no sabía de sus exquisitos modales, de la calidez en su trato, de su fina inteligencia y de su no menos fino sentido del humor. Así recuerdo que provocó una amplia sonrisa en una sobrina de Prado cuando le dijo que este no es que fuera austero, sino que no le alcanzaba. También descubrí que desde la discreción, una de sus mejores cualidades, había actuado políticamente. Quizá lo más relevante de esta faceta suya ocurre al final del Gobierno militar, en donde va estableciendo puentes entre los generales más conspicuos de los que era amigo y los políticos que salían del ostracismo.

Los líderes más cercanos a su corazón fueron Haya de la Torre y Alan García. Vivió, hasta el final, orgulloso de esas amistades. Haya le aconsejaba mantenerse como amigo del partido, no como militante. Con el primer García fue embajador en Londres y se hizo cargo de la cartera de Industrias en las peores horas de ese Gobierno y por ello sufrió desventuras que asumió con dignidad. En su segundo Gobierno, Alan me encargó que le ofreciera la Embajada en Roma y Carlos declinó. Debo decir que lo mismo me ocurrió con Mirko Lauer, quien no quiso aceptar ser embajador en París. Como Alan dudaba que yo hubiera cumplido su encargo, les rogué a ambos que lo llamaran y explicaran sus razones.

Esa casa, que acogía tan bien y esas espléndidas ofrendas que hacía Raffo a sus invitados, no pasaron inadvertidos. Recuerdo que Alma Guillermoprieto, prestigiosa periodista del The New Yorker, reseñó una cena. Lo hizo también Le Monde en la pluma de un corresponsal que cubría las elecciones del 2016.

Para sus amigos, que fuimos muchos a través de los años y a quienes prodigaba afecto y hospitalidad, su ausencia nos arrebata una hermosa costumbre y, como cuando viajaba a sus estancias en Santa Margarita, nos deja una gran soledad.

Columnista invitado

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Columnista invitado. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.