La mediocridad se entiende como la incapacidad ante un hecho, que por lo general asume la forma de problema. En cómo abordarlo y resolverlo.
No es mediocre el que no fue al colegio o a la universidad, el que no sabe de memoria las tablas de multiplicar.
No, el mediocre es el que, teniendo todas las condiciones probables para cumplir una tarea determinada, busca todas las opciones para no hacerlo, desde las más absurdas, hasta las más inverosímiles.
“No tengo tiempo”, “no sabía que tenía que hacer eso”, “¿Yo lo tenía que hacer?, “pero si él está peor que yo”. Anodinos, insignificantes, insípidos, banales, insustanciales, desdeñables.
Con mediocres no se llega a ninguna parte, salvo al reino de la medianía del montón. Un jefe mediocre jamás admitirá trabajadores inteligentes, talentosos.
Los mediocres se atraen, se buscan y se protegen.
Resultará contradictorio, pero su mente sí funciona, pero para hacer del menor esfuerzo una rutina, un estilo de vida: efectivamente se es tal, pero la idea es que los demás no se den cuenta o que acaso, y mejor aún, sean cómplices
No hay mediocre inteligente, porque si bien genera excusas, estas son elementales, sin mayor exigencia cerebral.
La mediocridad realmente es una pandemia, se contagia por imitación, no se ha inventado vacuna y no es mortal, es más, promete larga vida.
No distingue género, religión, nivel socioeconómico ni actividad: mujeres, varones, con profesión y sin ella, ateos, creyentes, ricos, pobres, clase media, políticos y apolíticos.
Sin embargo, si bien es disimulable y camuflable, al final, siempre queda al desnudo, cuando es descubierto, mediocremente trata de victimizarse, de aparecer como el “pobrecito” al que se le quiere perjudicar.
Últimamente, compruebo que los mediocres van ganando la partida
Columnista invitado. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.