Si uno mira el actual escenario global, con mirada amplia y no por la cerradura de una puerta ideológica, se puede encontrar con un panorama desolador. Hay algo muy peligroso, y hasta perverso, moviéndose en las esferas del poder. Una serie de personajes y políticas parecen querer configurar un mundo en el cual la crueldad, la inconsciencia y la violencia avanzan.
Hace un par de días en Uganda, el veterano presidente Yoweri Museveni (37 años en el cargo) ha promulgado una ley delirante: las personas que “promuevan” la homosexualidad pueden irse hasta 20 años a la cárcel, las que no los denuncien cinco años y quienes incurran en prácticas homosexuales pueden ser condenados a cadena perpetua, o incluso, a la pena de muerte.
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Ha habido reacciones a nivel internacional por parte de la Unión Europea, el presidente Joe Biden y Amnistía Internacional, entre otros actores. Aunque el asunto de fondo reside en preguntarse cómo es que, a estas alturas del siglo XXI, un mandatario, un Congreso, y una parte de la población (la ley tiene apoyo), puede concebir normas de esa naturaleza tan cruel.
Al voltear hacia El Salvador, donde gobierna Nayib Bukele, ese presidente trending topic tan celebrado por tantas personas, nos encontramos con un reportaje de El País —hecho con base en un informe de Cristosal, una ONG de derechos humanos— que describe una situación tenebrosa. Unos 153 reos muertos en las cárceles, algunos por ahorcamiento, además de varios torturados.
A Bukele los testimonios no le han movido ni la colita, pero lo preocupante es cómo, a pesar de saberse eso, innumerables personas lo siguen apoyando, porque “no hay otra manera de combatir a los delincuentes” (desconocen experiencias como la de Medellín), o simplemente porque se lo merecen. Algo así como la ley del ojo por ojo instaurada por aclamación popular.
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Lo que está emergiendo en países como El Salvador es una alianza, muy riesgosa, entre personajes deseosos de éxito político y una población angustiada por problemas sociales graves, como la delincuencia, a la que se le vende soluciones rápidas que a la larga traen más problemas. O, en el caso de Uganda, líderes que lanzan leyes para atizar el odio social contra las minorías.
En Nicaragua, Daniel Ortega ha confiscado las oficinas de la Cruz Roja y hasta se metió con los Cristos nazarenos de Semana Santa, pronunciando aún más su deriva autoritaria, su alucinada forma de sostenerse en el Gobierno. Ha establecido una tiranía que no se arrepiente de nada, que tiene víctimas en su haber y que, como si no le importara, lo está aislando internacionalmente.
Avistando de pronto el conflicto ruso-ucraniano, vemos drones bélicos y misteriosos, ataques a la población civil, cerrazón para negociar, y un mandatario como Putin, que tampoco se arrepiente de nada. En suma, hay un autoritarismo global en curso, que avanza en varios lugares, que promueve una cultura de turba, y cuyo lema parece ser “salvo la mano dura, todo es ilusión”.
Lic. en Comunicación y Mag. en Estudios Culturales. Cobertura periodística: golpe contra Hugo Chávez (2002), acuerdo de paz con las FARC (2015), funeral de Fidel Castro (2016), investidura de D. Trump (2017), entrevista al expresidente José Mujica. Prof. de Relaciones Internac. en la U. Antonio Ruiz de Montoya y Fundación Academia Diplomática. Profesor de Relaciones Internacionales en la Pontificia Universidad Católica del Perú y Fundación Academia Diplomática.