“Me decía: ‘quiero comer, hermano’, pero no podía comer. Yo trataba de (…) hacerle comer pero no podía porque no tenía intestino”.
— Juan José Flórez , hermano de Rosalino Flórez, acribillado por la espalda con 36 perdigones disparados por la PNP en el Cuzco. Murió el 21 de marzo de 2023 en Lima, tras dos meses de agonía.
“Por favor, somos humanos”
— Aída Aroni, ayacuchana arrestada por ondear la bandera peruana en Lima. Marzo, 2023.
El río ha hablado con fuerza haciendo honor a su nombre. Sus turbios torrentes arrasan con vidas y viviendas mal construidas en los terrenos de los que no tienen dónde, por la desidia de los que no tienen cuándo; desnudan la miseria de la otrora elogiada informalidad que no cesó de multiplicarse mientras el país crecía en cifras exportadores y en trabajo precario y mal pagado pero apreciado por quienes venían de tener menos. La inseguridad como forma de vida para los muchos, el derroche y paraísos fiscales para los pocos. El país crecía, decían, pero la furia de los ríos enlodados vino a desnudar la miseria que algunos quisieron maquillar con cifras y editoriales, parafraseando a un reconocido periodista. Los ríos desbordados vinieron a decir otra vez lo que la pandemia ya había dicho con las más de 200,000 vidas que se llevó: ¡sálvese quien pueda! No hay frase que resuma mejor la lógica de un modelo que dijeron que traería prosperidad para todos, pero que favoreció más al que ya tenía más, fomentando un pernicioso individualismo: el Estado no vendrá en tu auxilio si eres un ciudadano o ciudadana común, pero lo hará con los que lucran con tu tragedia.
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El río no miente. Pero la ocupante temporal del palacio presidencial en sus riberas lo hace de modo tan grotesco, desvergonzado y frecuente que sorprende que nadie la haya comparado con el presidente que hizo de la mendacidad una política de estado: Donald Trump. Sin embargo, mientras en EEUU los periódicos más importantes llevaban un registro cuantitativo pormenorizado de sus mentiras, en el Perú los medios comerciales de mayor alcance nacional, con honrosas excepciones como La República, guardan un silencio cómplice o calculado. No sólo sobre las reiteradas mentiras de Boluarte sino sobre sobre las graves violaciones de derechos humanos cometidas por las FFAA y policiales desde que asumió el mando. El saldo actual es de 49 civiles asesinados por las fuerzas del orden, buena parte de ellos ejecutados extrajudicialmente; más 1,300 heridos, cientos de detenidos arbitrariamente y un uso desproporcionado de la fuerza en la represión a las protestas, como han documentado la Defensora del Pueblo, cámaras de seguridad, e investigaciones de la prensa independiente e internacional. Pese a ello, no se ha producido la renuncia ni remoción de ningún ministro o jefe policial ni militar. Más bien, se ha premiado a la policía con bonos y la propia presidenta se ocupó de ascender Otárola, su ministro de Defensa cuando se produjo la masacre de 10 civiles en Ayacucho a manos del Ejército el 15 de diciembre, al puesto de premier que hoy ocupa.
Sepelio de Rosalino Flórez en Lima.
La comunidad internacional ha denunciado la gravedad de la de la situación. Desde la ONU, hasta el papa, pasando por Departamento de Estado EEUU y Amnistía Internacional, hasta el NY Times han investigado y notado un patrón en las graves violaciones a los derechos humanos, sin que el ejecutivo se inmute, sin que los medios grandes rompan su silencio; sin que el Congreso fiscalice debidamente; sin que la Fiscal de la Nación acelere las investigaciones, que, por el contrario, viene obstaculizando con medidas contraproducentes como cerrar las oficinas de peritaje, o poniendo una fiscal especializada en derecho civil a en la coordinación de las fiscalías de derechos humanos, por lo que, además de otras irregularidades está siendo investigada por la propia Junta Nacional de Justicia que la nombró fiscal suprema.
¿Por qué este cierra filas por la impunidad? Tal vez porque para la coalición autoritaria en el gobierno “la piel de un indio no cuesta caro”, como hubiera dicho el gran J.L. Ribeyro. La violencia estatal ha tenido un fuerte componente racista, como lo han notado los arriba mencionados organismos internacionales, recayendo más duramente sobre las poblaciones quechua o aymara hablantes del campo. Su víctima más reciente fue Rosalino Flórez, un joven cuzqueño de 22 años, estudiante de gastronomía a quien la policía disparó a quemarropa 36 perdigones que se alojaron en sus riñones, intestinos y tórax. Una muerte que vimos todos gracias a las cámaras de seguridad pero que no mereció ni un pie de página en la edición impresa del diario mas importante del país.
Plantón ciudadano frente al Palacio de Justicia.
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Estos silencios serían incomprensibles si los medios que callan, si el Congreso que no fiscaliza, y si el ejecutivo que premia a los asesinos, no tuvieran algo que ganar con la permanencia en el gobierno de Dina Boluarte, que le debe la presidencia a un Congreso que solo ayer le decía terrorista y planeaba desaforarla. Una clave, creo yo, está en los cuestionables, y en algunos casos inconstitucionales, fallos que viene dando últimamente el TC. Uno de ellos, emitido en febrero, dispuso la exoneración de moras tributarias a las más grandes empresas del país —y en las que tiene intereses, entre otros, el grupo económico que domina el 80% del mercado de medios— con lo que el fisco dejará de recaudar al menos s/. 12,000 millones, una cantidad equivalente al 1.5 %, del PBI, o “la amnistía más grande que se ha otorgado en la historia de nuestro país”, según una investigación de Ojo Público.
Así, aunque es obvio para la ciudadanía movilizada y para las mayorías que exigen la renuncia de Boluarte, junto con su derecho a participar activamente en las decisiones políticas del país, que el “modelo” que prometió prosperidad está hecho añicos, los que aún se beneficial de él, y cuyos intereses defiende hoy Boluarte, están demostrando que están dispuestos a mantenerlo, si es necesario, a sangre y fuego.
Historiadora y profesora principal en la Univ. de California, Santa Bárbara. Doctora en Historia por la Universidad del Estado de Nueva York, con estancia posdoctoral en la Univ. de Yale. Ha sido profesora invitada en la Escuela de Altos Estudios de París y profesora asociada en la UNSCH, Ayacucho. Autora de La república plebeya, entre otros.