Perú, país de policías, por Lucia Solis
“Los abusos policiales que hemos visto durante las protestas (…) son solo una muestra de lo que puede llegar a hacer una institución que continúa acumulando violaciones a derechos humanos, indiferencia y corrupción”.

Caminaba hacia la casa de mis abuelos después de un día normal de trabajo. Ya oscurecía. Recuerdo pasar por un bar, una farmacia y una pollería cuando escuché ese silbido seguido del sonido de beso que todas (o casi todas) las mujeres reconocemos. Años antes me había puesto como regla reaccionar ante cualquier tipo de acoso callejero si las circunstancias parecían más o menos seguras. Así que eso hice. Me paré en seco y preparé la confrontación; pero cuando me giré a increpar a la persona, me di cuenta de que el acosador era un policía joven sentado dentro de su patrulla.
Lo miré y no pude decir nada. Solo recuerdo que me invadió una sensación extraña que mezclaba miedo, decepción y rabia. Si la persona que debía cuidarme y a la que habría pensado en recurrir ante este tipo de actos era la que me violentaba, entonces, ¿qué quedaba? No mucho más porque esta situación es de manual. De hecho, hay mujeres que han sido víctimas de peores violencias. Azul Rojas, mujer trans y activista por los derechos de esta comunidad, denunció (y ganó) al Estado peruano por no tomar medidas contra los oficiales que la secuestraron, torturaron y violaron tras detenerla en 2008.
Por eso, los abusos policiales que hemos visto durante las protestas contra Dina Boluarte y a favor de una nueva Constitución, así como la violenta intervención en San Marcos, no sorprenden, pero sí atemorizan. No son excesos (¡por favor, hay más de 50 personas muertas!) ni irregularidades; son solo una muestra de lo que puede llegar a hacer una institución que continúa acumulando violaciones a derechos humanos, indiferencia y corrupción.
También es de manual la reacción ante los señalamientos a la Policía. Como la defensiva y negacionista respuesta a la consigna ‘‘Perú, país de violadores’’, con la que se busca visibilizar la cultura de la violación y la impunidad para los agresores, surge el ‘‘no todos los policías’’, la justificación y la exhortación inmediata a no generalizar. Lo preocupante es que estos pseudo argumentos son instrumentalizados por el propio régimen de Boluarte para desconocer y blindar a los policías que siembran, gasean, golpean y disparan al cuerpo.
Y es curioso porque, de repente, ningún policía es malo; pero, a la vez, cualquier persona tiene, por lo menos, una historia propia o cercana con un oficial abusivo y/o corrupto. Que se entienda: no se trata de una campaña de odio contra la institución, ni de invalidar los reclamos por los policías buenos (que los hay).
No podemos, tampoco, ignorar que muchas y muchos policías son hijos de la migración y la pobreza, víctimas del racismo y el clasismo. Así como las y los manifestantes que hoy violentan. Se trata de hablar de la necesidad de una profunda reforma a una institución cuestionada que no garantiza el respeto a los derechos humanos. Su reciente accionar en las protestas es la prueba.



