Del 2016 al 2022 el Perú ha tenido seis presidentes. Este solo dato tiene que indicar, más allá de todas las observaciones, matices y contextos posibles, que la democracia peruana no funciona. Está herida de muerte. Los mecanismos de convivencia y contención entre poderes del Estado han colapsado sin remedio posible.
Los “botones nucleares” (como los bautizó Alberto Vergara), las instituciones de “vacancia por incapacidad temporal permanente” y “cuestión de confianza” forzada para disolver el Congreso, se han apretado tantas veces, que ya solo quedan escombros.
La caída de Pedro Castillo, constituida sobre las endebles bases de un autogolpe de opereta, es el último síntoma de una enfermedad agravada. Nos pasaremos tiempo tratando de entender qué pasó por la cabeza del aspirante a dictador para hacer tamaña salvajada.
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Sus cómplices lo negarán y sus defensores dirán toda clase de disparates. Desde la insania hasta la oligarquía. Da lo mismo. El sistema de justicia debe ocuparse de él y la pléyade de secuaces corruptos que asaltaron al país. Pero, superada la anécdota que constituye una presidencia de 16 meses para la historia bicentenaria de la república del Perú, la tarea es otra.
Urge un gobierno de transición. Boluarte, ministra de Castillo hasta la quincena pasada, solo mantendrá el poder si garantiza un gabinete meritocrático que recupere sectores abandonados. No parece ser su espíritu habiendo gobernado 16 meses respaldando un pésimo gobierno.
Ha buscado en la burocracia del nivel de dirección a sus ministros. Algunos competentes, pero su primer ministro viene con cuestionamientos serios que bastaban googlear. Con esa medianía y sin peso político propio, empieza mal. Muy mal.
Así las cosas, solo le queda comprometerse a irse pronto. Tampoco parece estar en sus intenciones, cuando juró “hasta el 2026″. Tiene una sola bala de oro para adelantar elecciones de inmediato: su renuncia. Debe usarla si el Congreso se niega a pactar un cronograma razonable de salida. Si se aferra a un cargo que no merece y no ganó por derecho propio, lo que viene es una movilización nacional brutal.
Sin embargo, es el Congreso el único que puede sacar adelante la agenda de transición. Se necesita una reforma constitucional como la del año 2000. La urgencia obliga a que se apruebe con 87 votos en esta legislatura. El pueblo los odia y con fundadas razones, su soberbia, su falta de conexión con las necesidades populares, sus gollerías, sus prebendas.
Clientelismo, nepotismo y sobre todo lo demás, sus delitos de corrupción los hacen insalvables. Las excepciones son eso, pocas. Sus negocios particulares han destruido desde la Sunedu hasta el transporte público, y han arrasado con la Constitución. Han protegido desde Alarcón hasta Merino. Los hemos visto, inmunes a la crítica cuando un grupo era el guardián del fraudismo, ese cáncer para la democracia.
Y lo peor de todo es verlos desfilar en los medios en plan “aquí nos quedamos”, celebrando la caída de Castillo, como si fuera su triunfo, cuando nunca pudieron asegurar los 87 votos para hacerlo. Que Castillo sea un desastre no los mejora en nada.
La urgencia de esta hora está en lograr un compromiso de Ejecutivo y Legislativo para su salida. Si tienen un mínimo de responsabilidad, deben hacerlo de manera ordenada. La Constitución tiene fecha fija para la juramentación de un presidente electo: 28 de julio. Se necesita un año a 9 meses mínimo para organizar elecciones competitivas. Con las mismas reglas, tendremos los mismos resultados. Por eso, urgen reformas constitucionales.
El Congreso no debe ser disuelto, pero su mandato debe renovarse cada dos años y medio con reelección. No puede haber algo tan subjetivo como “incapacidad moral” pero debe incluirse el juicio político por los delitos cometidos por el presidente en ejercicio, superando inmunidades anacrónicas.
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Un nuevo balance de poderes, un Congreso más representativo con partidos sólidos y no llaneros solitarios que venden su voto, se pueden lograr eliminando el voto preferencial y con primarias abiertas, simultáneas y obligatorias. Las propuestas ya están sobre la mesa.
En dos legislaturas (esta, extendida y la que empieza en marzo) se puede hacer un cambio real y profundo. Para octubre tener primarias y para abril y junio del 2024 primera y segunda vuelta. Así, el elegido puede jurar el 28 de julio del 2024.
Sin embargo, me temo que no han entendido nada. Si los pocos que protestan a esta hora excluyen la libertad de Castillo y la asamblea constituyente (un fetiche de la izquierda para volarse lo más valioso y exitoso de la Constitución, su capítulo económico) y si solo se centran en el adelanto ordenado de elecciones, por los menos dos tercios del país saldrán a marchar.
Esa es la plataforma de unidad de esta hora. Esa es nuestra gran oportunidad de volver a tener un presidente y un Congreso que duren, para bien, 5 años.
Pero si eso no sucede, el país se va a incendiar. Todos fueron bien avisados.
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