Por: Cecilia Méndez
El racismo es un resabio de la colonia o de tiempos “virreinales”, reza el lugar común. Nada más desorientador. Más bien, lo que se entiende por racismo hoy –un discurso y un trato despectivo y la negación de dignidad y derechos a quienes se ve como inferiores por su pigmentación y su clase– suelen ser respuestas a procesos continuos de democratización. Es decir, al creciente acceso a posiciones políticas, laborales o educacionales de sectores que no tuvieron dichas opciones en una sociedad jerárquica donde la igualdad era impensable. En este sentido, el racismo es una práctica y un discurso que surgen para perpetuar una diferencia que ya no puede ser legitimada legalmente como lo fue, por ejemplo, durante la vigencia de la esclavitud o la situación colonial. Por ello, una de las expresiones racistas más emblemáticas es “igualado”. El discurso racista surge como una respuesta a la inminencia de la igualdad.
En este sentido, como observamos en la columna “Olvidos bicentenarios: democratización y racismo” (21-6-2021), pese a que es otro lugar común decir que “la independencia no cambió nada”, los primeros signos de nuestro racismo republicano fueron precisamente reacciones a los cambios políticos que la independencia y la república trajeron consigo. En 1823, nuestra primera Constitución republicana reconocía el derecho a la igualdad ante la ley como una “garantía constitucional”, algo difícil de concebir en los tres siglos previos. Además, como lo señaló Jorge Basadre hace casi un siglo, las guerras civiles y la militarización de la posindependencia abrieron oportunidades de ascenso social para sectores plebeyos a quienes les era negado el acceso a puestos públicos y ciertas profesiones en la sociedad colonial.
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Los sectores más aventajados de la sociedad no se sentían muy cómodos con la república, como lo advirtió el propio Basadre: “hubo notorio disgusto y repudio de los antiguos aristócratas ante el rumbo que tomaron las cosas con el experimento republicano”. Estos aristócratas se resistían a aceptar que quienes ellos veían como “cholos igualados”, o “indios salidos de su lugar” (robándole la expresión a Guillermo Nugent), pudieran aspirar a la presidencia de la república, como lo expresó con característica elocuencia Felipe Pardo y Aliaga en sus sátiras contra Andrés de Santa Cruz de la década de 1830. Así, el racismo no se ejerce necesariamente contra el que es asumido como “indio”, como “cholo” o como “negro” a secas, sino sobre todo contra el “indio con poder”, el “cholo con poder”, el negro con poder”; el que osa entrar en los espacios donde la sociedad privilegiada no estaba acostumbrada a verlos y reclama sus derechos. Los antecedentes de estos discursos se encuentran en la represión a la rebelión de Túpac Amaru en 1780-83 y Mariano y José Angulo y Mateo Pumacahua en el Cusco (1814-15), como espero desarrollar en otra oportunidad.
Nada de ello es privativo del Perú. En los Estados Unidos, el racismo más virulento no se dio durante sino después de la abolición de la esclavitud, tras un periodo conocido como “La Reconstrucción” en la década de 1870, en que un buen número de exesclavos o sus descendientes se convirtieron en gobernadores y congresistas. Ese periodo de intensa democratización fue seguido de una era de segregación racial brutal conocida como “Jim Crow”, caracterizada por linchamientos y el terrorismo del Ku Klux Klan. El nuevo repunte de la violencia racial y el supremacismo blanco que se vive hoy es una respuesta a la era de Obama, que Trump ha sabido capitalizar. A muchos blancos que han perdido estatus social, a decir de Isabel Wilkerson en Caste, the Origins of our Discontents (2020), solo les queda el color de su piel.
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En el Perú, salvando las distancias, y como lo anoté también en el mencionado artículo, el discurso racista anti-negro se afianzó también tras la abolición de la esclavitud, como lo expresa el poema satírico “Constitución política” de (otra vez) Felipe Pardo y Aliaga, escrito en 1859, a solo cinco años de la abolición.
Volviendo al presente, la campaña mendaz y racista contra Castillo durante las elecciones (y que no se ha ido del todo…) ha sido probablemente el episodio más brutal de racismo en elecciones de que se tenga registro en lo que va de la república, lo que no lo exime, por cierto, de rendir cuentas ante la justicia por los numerosos cargos que se le imputan. La imagen del hombre con sombrero, el campesino, el maestro que encendió las expectativas de los más pobres del país está tan desfigurada hoy por su cinismo y su entorno corrupto que puede perderse de vista, sin embargo, que tras ese barullo tóxico se da un proceso de democratización de la política, nos guste o no, que ha permitido no solo el ascenso de Castillo a la presidencia sino el de una representante de los trabajadores de limpieza al Congreso, Isabel Cortez.
Hace poco, la periodista Sol Carreño calificó de “inmoral” el legítimo interés de la congresista Cortez a postular a la presidencia del Congreso. Chocante, por decir lo menos, tratándose de una periodista de un canal que promovió un falso fraude para que ganara la muy “moral” Keiko Fujimori. Tampoco es casual que haya surgido en el Congreso una iniciativa para eliminar la obligatoriedad del voto, que no puede sino traer ecos de la polémica en torno al “voto indígena” de mediados del siglo XIX. Es preciso que este tipo de reacciones impregnadas de racismo, y los intentos de restringir el voto popular, no pasen desapercibidos. Esto es, si de lo que se trata es de contribuir a mejorar nuestra imperfecta democracia y no de terminar de destruirla.
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Historiadora y profesora principal en la Univ. de California, Santa Bárbara. Doctora en Historia por la Universidad del Estado de Nueva York, con estancia posdoctoral en la Univ. de Yale. Ha sido profesora invitada en la Escuela de Altos Estudios de París y profesora asociada en la UNSCH, Ayacucho. Autora de La república plebeya, entre otros.