Olvidos bicentenarios, democratización y racismo

“Casi doscientos años después, ese desprecio racista se revigoriza, con más virulencia aún”.

Desde que José de San Martín proclamó la independencia en la Plaza de Armas de Lima hace doscientos años, se han ido borrando de la memoria de los peruanos una serie de acontecimientos a ella vinculados. Se olvidó, para empezar, que aquella plaza fue rebautizada como “Plaza Independencia”. Se olvidó que Lima, “la Ciudad de los Reyes del Perú”, pasó a ser “la Capital de los Libres”. Se olvidó que el Real Felipe se convirtió en la “Fortaleza Independencia”; que el pueblo de Magdalena, donde residieron los libertadores, paso a ser “El Pueblo de los Libres”. Y así, como si se tuviera miedo a ser libres, todo, o casi todo, revirtió a sus nombres coloniales. Hasta se olvidó lo más importante: que la independencia fue una revolución, de la que nació la república.

No se trató de un mero cambio de nomenclaturas o cosmético, como ha sido la interpretación común, incluso dentro del marxismo –desde José Carlos Mariátegui hasta Bonilla y Spalding–. Los principios fundantes de la república fueron subversivos. Y lo siguen siendo, doscientos años después, empezando por la igualdad ante la ley. Este fue el principio por antonomasia del liberalismo republicano, un derecho consagrado ya en nuestra Constitución de 1823, la primera de la república, como un “derecho inviolable”. Esto era, en esencia, lo que nos diferenciaba de la colonia, una sociedad jerárquica en que existían leyes diferenciadas para cada grupo social y donde la igualdad no estaba en el horizonte de lo posible.

No es casual, como anotó el historiador Jorge Basadre, que la llegada de la república disgustara tanto a la aristocracia peruana: “Hubo notorio disgusto y repudio de los antiguos aristócratas ante el rumbo que tomaron las cosas en el experimento republicano”, acotó. Ello, pese a que ni las mujeres ni los esclavizados podían aspirar a la igualdad, por estar excluidos de la ciudadanía. Cuando los esclavos dejaron de serlo con el decreto de abolición de Castilla en 1854, la resistencia a aceptarlos como hombres libres, capaces de ejercer cargos públicos, no se hizo esperar. Como lo expresa con característica elocuencia Felipe Pardo y Aliaga, en su poema satírico “La Constitución Política”, de 1859:

También el manumiso (allá va eso)

Ejerce en el Perú ciudadanía

Y por supuesto silla en el Congreso

Ocupará, si se le antoja, un día

La Ley que ve del nacional progreso

Turbia la fuente y sucia en demasía

El mal remedia de excelente modo;

La purifica echándole más lodo

Y es que es la democratización de la sociedad, la posibilidad de que alguien que fue visto como inferior pueda acceder a los mismos derechos que antes estuvieron reservados a una minoría, lo que activa el rechazo racista. Pardo hizo escarnio también de las pretensiones políticas de quienes consideraba indios, como fue el caso de Andrés de Santa Cruz, el jefe de la Confederación Perú-boliviana, pese a que era un general mestizo, hijo de criollo, y de situación acomodada. Para Pardo, el estigma venía de su madre, una mujer aimara. Así, Santa Cruz, en tanto “indio”, solo podía aspirar a ocupar una posición subordinada, nunca de dominio o poder político, la que estaba reservada para los europeos o blancos, como se intuye en esta composición de 1841 (presumiblemente de su autoría):

Que la Europa un Napoleón

Pretendiese dominar

Fundando su pretensión

En su gloria militar

Que tiene de singular?

Mas, que el Perú lo intente

Un indígena ordinario

Advenedizo, indecente,

Cobarde, vil, sanguinario,

Eso es extraordinario

Casi doscientos años después, ese desprecio racista se revigoriza, con más virulencia aún, ante la inminencia de que un maestro rural de origen campesino vaya a ocupar la jefatura del Estado. Pero el intento fujimorista de anular, so pretexto de fraude, 200,000 votos de los peruanos de las zonas más pobres y rurales que votaron abrumadoramente por Castillo ha merecido una digna respuesta de los afectados. Uno a uno, una a una, han salido, DNI en mano, a defender su honor mancillado, demostrando que no hay tal fraude; haciendo respetar un derecho que la Constitución les garantiza como ciudadanos. O debería. Doscientos años no pasan en vano.

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Cecilia Méndez

Chola soy

Historiadora y profesora principal en la Univ. de California, Santa Bárbara. Doctora en Historia por la Universidad del Estado de Nueva York, con estancia posdoctoral en la Univ. de Yale. Ha sido profesora invitada en la Escuela de Altos Estudios de París y profesora asociada en la UNSCH, Ayacucho. Autora de La república plebeya, entre otros.