Durante más de cinco años, Beth Macy, reportera del periódico The Roanoke Times, que se publica en el estado de Virginia, se dedicó a informar sobre la espantosa epidemia del consumo de OxyContin, un calmante que fabricaba la compañía Purdue Pharma, de propiedad de la familia Sackler, que se volvió multimillonaria con la venta del producto. Macy escribió un libro sobre el caso, Dopesick: Dealers, Doctors and the Drug Company That Addicted America (Dopesick: Traficantes, médicos y la empresa farmacéutica que drogó a los Estados Unidos, 2018), sin prever que resultaría uno de los más vendidos, y mucho menos que serviría de inspiración para la serie Dopesick: historia de una adicción, que también causa gran impacto y postula a grandes premios (de hecho, la propia Macy aparece como productora ejecutiva).
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Son tres historias paralelas. Una es la actuación de la codiciosa familia propietaria del negocio, y sus cómplices inmediatos, los ejecutivos inescrupulosos y ambiciosos que mentían sobre el potencial adictivo del OxyContin. Otra es el enfrentamiento de las autoridades que buscaban evidencias para encarcelar a los conspiradores, contra las autoridades que protegían a la compañía para que continuara inundando el país con el medicamento mortal. Y el relato del sufrimiento de las familias afectadas por la muerte de sus seres queridos debido al consumo excesivo del fármaco. Pero, sin duda, el protagonista principal de la historia de Beth Macy es el clan de los Sackler, muy conocido porque donaba millones de dólares a prestigiosas universidades y notables museos en distintas partes del mundo. Solo era una pantalla.
En 2015, cuando ya circulaban informes sobre muertes por sobredosis de OxyContin, la famosa revista Forbes publicó la lista de “Las Más Ricas Familias Estadounidenses”, en la que aparecían los Sackler con un estimado de US$ 14 mil millones. En lugar de restringir la disponibilidad del fármaco, los Sackler aprobaron nuevas versiones de mayores dosis de fácil acceso para masificar su consumo e incrementar sus ganancias, sin importarles las miles de muertes y de adictos que dejaba en el camino. “Algunas de las personas que entrevisté murieron antes que publicara sus testimonios. El familiar de uno de los fallecidos, desesperado, me rogó que le diera la grabación de la entrevista que le hice porque estaba desesperado por volver a escuchar su voz”, escribió Beth Macy. A los Sackler no les importaba.
De hecho, cuando se dieron cuenta de la ola de demandas de indemnización, los Sackler se declararon en quiebra. Pero no solo se trata de dinero. Como escribió Beth Macy, parafraseando a uno de los fiscales del caso, no es posible enviar a la cárcel a una empresa. Una empresa no sufre dolor. Ha muerto medio millón de personas que no debían morir, y hay quienes deben pagar por eso.
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