La pandemia de la COVID-19 está entrando en una lenta fase de contención, que nos da la sensación de una normalidad previa al confinamiento. Una normalidad en la que nuestra dependencia de internet, las redes sociales y el comercio electrónico era bastante menor a la que hoy tenemos.
En contrapartida a ese incremento de nuestro consumo por lo digital en general, la incidencia de prácticas intrusivas mediadas por lo digital experimentó sus números históricos de acuerdo con reportes del Ministerio Público.
¿Cómo se puede explicar ese incremento de ciberdelincuencia en el país, durante el 2020? La respuesta se encuentra en la evidente mejora que los peruanos hemos experimentado en nuestras habilidades digitales –alfabetización digital–, convirtiéndonos en autodidactas o “recurseros digitales”.
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Antes he explicado aquí que esa mejora de las capacidades digitales podría estar signada por una precariedad que le reste sostenibilidad o, peor aún, que sirva para el desarrollo de prácticas non sanctas. Verbigracia: fraudes informáticos, las estafas virtuales y las suplantaciones de identidad, entre otros.
Esas prácticas son lo que se conoce como ciberdelincuencia y no son ciencia ficción. Baste recordar, que entre octubre de 2013 y julio del 2020 se han reportado más de 21 mil denuncias por delitos informáticos. Lo que denota una presencia cada vez más habitual de los ciberdelincuentes en nuestras vidas.
Por eso, hay que destacar los esfuerzos del Ministerio Público por proveerse de capacidades que le permitan contener la acción incremental de ciberdelincuentes, tales como la creación de la Unidad Fiscal en Ciberdelito y la inauguración del primer laboratorio de ciberdelincuencia. El Perú sigue las tendencias de los países pioneros de la región y del mundo en la lucha contra la ciberdelincuencia con estas medidas y gracias a la cooperación internacional (Noruega y la comunidad europea).
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