Hace unos días me dirigía al supermercado cuando sobreparó un taxista para preguntarme si le podía cambiar un billete de 20 soles por sencillo. Dudé algunos segundos, pero al ver que tenía un pasajero abordo y percibir que estaba (eso creí) apurado, accedí a ayudarlo. Le di monedas de cinco soles a cambio del billete. Al pagar en el supermercado, ¡oh sorpresa! El billete era falso. Me dio mucha rabia.
Días después, caminaba por la calle y encontré a una señora de avanzada edad sentada sobre la vereda pidiendo limosna. Era un día de mucho frío y sentí pena. Saqué algo del efectivo que llevaba y se lo di. Apenas terminé de poner las monedas en su lata sonó un celular, y claramente no era el mío.
Para mi sorpresa, la humilde señora que pedía limosna sacó de entre sus pechos un celular, por lo menos de gama media, que tenía una pantalla más grande que la de mi teléfono. La mujer se levantó y se fue caminando con su lata de limosna y hablando por su moderno celular. Recordé los reportajes de mendigos que esconden una pierna, que simulan heridas con sangre de grado o que falsifican recetas médicas millonarias para pedir en los micros. Qué tonta soy, me dije a mi misma.
En otra ocasión, regresaba de mi caminata mañanera y una mujer con una niña de unos 7 u 8 años (sería su hija, pensé) me pidió que “le compre algo” de la farmacia que estaba al lado. Le pregunté que quería de la farmacia y si estaban enfermas. Respondió que quería leche para su niña y señaló una lata de fórmula láctea para infantes. Un sinsentido.
Me negué y a cambio ofrecí comprarles algo de comer en una cafetería cercana, lo que le generó una evidente molestia a la mujer, pero la niña me dijo que tenía hambre. Compré algunas cosas y se las di. La mujer las metió en una mochila y corrió. Me sigo preguntando si le dio algo de comer a esa pobre niña y se esta era realmente su hija.
Estos son solos algunos recientes ejemplos, estoy segura de que muchos de quienes leen esta columna han pasado situaciones similares más de una vez. En lo personal, tras una gran decepción y frustración, me propongo no dejarme sorprender más, “No me verán más la cara de tonta”, me digo, pero mi madre -muy religiosa ella- me repite que Dios compensará mis buenas intenciones algún día.
Lo cierto es que la desconfianza en el otro es cada vez más común entre nosotros y, por supuesto, no es gratuita. Vivimos el engaño, la mentira y la decepción todos los días y en las cosas más comunes, incluso en nuestros círculos más cercanos e íntimos. Los que nos piden dinero prestado y no devuelven, los que se inventan una enfermedad para no cumplir con sus obligaciones y así al infinito.
Y claro, también están los políticos que nos mienten y defraudan. Los que prometen trabajo y honradez, pero terminan robando o traicionando los principios y convicciones que decían tener y que fueron fundamentales para que les demos nuestra confianza, quizás pensando en que, a lo mejor, esta vez, ahora sí, por una vez, nuestro instinto era correcto y no nos traicionaba.
Es la desconfianza sin duda uno de nuestros mayores males. Y quienes las siembran, nuestros enemigos.
Periodista de profesión. Ha trabajado en diversos medios de comunicación. Fue parte del equipo fundador de Canal N donde se desempeñó como Productora General, posición que también ocupó en ATV + participando desde la concepción del proyecto. Fue productora general del portal de noticias Espacio 360 y tiene experiencia en comunicación corporativa.