Gorki Gonzales Mantilla, constitucionalista y profesor principal de la PUCP
La incapacidad moral y la cuestión de confianza no pueden ser interpretadas como si fueran piezas de un rompecabezas y es un error la pretensión de ajustarlas a través de su regulación legal o usarlas como armas de guerra política. Este camino solo conducirá a crear mayores confusiones conceptuales, a conflictos políticos sin punto serio de discusión y a la postergación de los temas relevantes de la agenda del parlamento.
Es bueno recordar que ambas son instituciones que provienen en su origen de contextos culturales diferentes. La primera está vinculada al modelo angloamericano y la segunda corresponde al parlamentarismo europeo. Esta diferencia no es solo formal. Se trata de la articulación de un conjunto de propiedades del ordenamiento estatal y su dinámica respecto del poder, las competencias institucionales y la propia relación con la sociedad civil y los partidos políticos.
La posición del ejecutivo, por ejemplo, que en el caso americano es relevante, en los modelos parlamentarios se atenúa con amplitud. En este caso, el parlamento es un epicentro de poder fundamental y de él derivan condiciones para el propio funcionamiento del ejecutivo (la única excepción puede ser el caso francés por su carácter semipresidencial).
Solo esta primera observación permite entender el significado, también diferente, de la idea de pesos y contrapesos, así como de la división de poderes que no es tal o, por lo menos, que no se presenta como un rasgo geométrico en ambas tradiciones culturales. Y con mayor razón, desde la aparición del Estado constitucional luego de la Segunda Guerra Mundial, pues la idea del poder, como tal, se sitúa en torno a la Constitución antes que al significado atribuido a los órganos institucionales con el que se inaugura la idea del Estado moderno luego de las revoluciones triunfantes de fines del siglo XVIII.
En segundo lugar, los esfuerzos por interpretar la Constitución a través de normas legales que crean condiciones o supuestos diferentes a los previstos en el ordenamiento constitucional solo contribuye a crear normas inconstitucionales. Esta es una noción básica del derecho: la interpretación que crea un supuesto no previsto se convierte en una nueva disposición. Si esto puede ocurrir en el ámbito de las normas ordinarias con la cautela argumentativa del caso, está claro que es una posibilidad prohibida en materia constitucional. La rigidez constitucional que define el procedimiento de reforma establece la pauta político-jurídica que deberá seguirse para este extremo.
La Constitución de 1993 ofrece fallas estructurales en lo que se podría denominar la definición del orden político, en su configuración y funcionamiento. En consecuencia, el problema no se resuelve con pequeñas reformas o “interpretaciones legales” que no pasan de ser recursos ingenuos para mantener el paradójico “orden caótico” de esta constitución.
Hace un par de años ocurrió lo mismo con la anunciada gran reforma judicial, a través de la creación de la Junta Nacional de Justicia que, como espada infalible, se blandía frente a la crisis provocada por el caso de los “Cuellos blancos del Puerto”. Sin embargo, como ha quedado claro el país sigue esperando la gran reforma judicial, porque el orden constitucional que soporta al sistema judicial aún permanece intocado comenzando por la estructura, funciones y organización de la Corte Suprema de Justicia.
Entonces, las razones para repensar el orden constitucional no son elucubraciones teóricas. Las vemos en el ámbito de la estructura y organización del Estado. El caso de las relaciones entre el parlamento y el ejecutivo es un buen ejemplo, pero no es el único. Por lo tanto, la idea de suprimir o modificar algunas de las competencias institucionales de los órganos en tensión solo producirá más caos, confusión y conflicto.
Es necesario replantear el enfoque de este problema: no es que existan algunos aspectos que deben ser modificados, sino que este es un asunto estructural y así debe ser enfrentado. Hay que redefinir el orden constitucional desde sus bases estructurales, desde la perspectiva individualista presente en la primera disposición.
El problema incide en la forma en que se define nuestra república, en los instrumentos que hacen posible la interacción de los valores que no nos representan debidamente como comunidad diversa y plural, en la forma en que se distribuyen las cargas y beneficios sociales y cómo esto se refleja en las instituciones y mecanismos que sirven para ejercer el poder en nuestro nombre, como el caso del parlamento y el ejecutivo. La magnitud de este problema sobrepasa la reforma parcial y no se puede enfrentar a través de simples interpretaciones legales.
Sin embargo, existen prioridades que el Congreso de la República debería asumir en el corto plazo para cumplir su función con responsabilidad. Ahí está la necesidad de estructurar un sistema legal que permita enfrentar las situaciones de emergencia para salvaguardar el bienestar colectivo frente a las exigencias de la economía de mercado en vista de lo ocurrido en la pandemia.
También resulta indispensable la redefinición del sistema de pensiones para crear un sistema justo para todos los trabajadores del país, donde prevalezcan los derechos de los afiliados y no el poder de los grupos de poder económico, pero tampoco la ineficiencia o la corrupción en el Estado.
Ya no se puede aceptar que se impongan las agendas personales o de los grupos de intereses ajenos a los valores públicos. Esa práctica visible en los últimos períodos congresales debe desparecer de la acción política. El parlamento debe comprometerse con las demandas de las distintas regiones del país. Y está claro que el control político sobre el ejecutivo, así orientado, forma parte de esta responsabilidad.
Pero esta no puede ser entendida como una operación destinada a eliminar al enemigo, la política tiene un propósito civilizatorio, constructivo, sirve para ordenar las relaciones, no para destruirlas, sin dejar de mencionar que el costo de esta operación siempre recaerá en la comunidad y tendrá un carácter impagable.
El desafío de la reforma constitucional en términos auténticamente democráticos no puede significar que se pierda de vista el momento histórico y sus exigencias, pues ellas también son parte de la realización de la Constitución y sus valores.
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