Los impuestos dejados de pagar por la industria agroexportadora entre el 2005 y el 2020 ascenderán a fines de este año a unos S/ 2.900 millones. Debido a su expansión de la última década, en este período los impuestos no pagados sumarán S/ 2.365 millones. Si no se derogaba la ley en el Congreso, solo en el 2021 los agroexportadores hubiesen dejado de pagar otros S/ 450 millones aproximadamente.
Este hecho era suficiente para que los últimos gobiernos, y el MEF en particular, se cuestionasen si tras 15-20 años, las agroexportadoras necesitaban ese incentivo para ser competitivos internacionalmente; para preguntarnos si nuestros impuestos estaban financiando el desarrollo de algunas regiones del país o los bolsillos y el patrimonio de los dueños de las empresas; y para que la derecha y el gran empresariado que se opusieron siempre a elegir sectores ganadores y darles incentivos, dijesen hasta acá no más.
Porque, además, esto no es todo lo que hemos invertido como país en la agroexportación. Están también los millonarios proyectos de irrigación y el agua del acuífero de Ica consumida sin escrúpulos y sin una retribución que corresponda con el costo de oportunidad y con las externalidades negativas generadas. Asimismo, los S/ 250 millones anuales dejados de pagar a Essalud como parte del régimen.
Con todos esos beneficios, ¿cómo se permitió además un régimen desprotector de derechos laborales esenciales? Se argumenta que, desde que se dio la ley, el crecimiento de la producción, exportaciones y empleo ha sido exponencial; que sin ese régimen no hubiese sido posible. Y sí, es posible hacer esa correlación. Pero esa no es toda la explicación.
La mejor evidencia es que si no había protestas, los agroexportadores habrían seguido diez años más sin pagar, como mínimo, S/ 450 millones anuales en tributos, mientras pagaban salarios cercanos a la remuneración mínima en pleno boom.
No es la única señal de que nada hubiese cambiado. Los últimos gobiernos no tuvieron siquiera la intención de condicionar dichos beneficios al cumplimiento de requisitos laborales, ambientales o a invertir en capacitación e innovación. Tampoco de verificar si la diversificación de productos en al menos las grandes empresas (que representan más del 70% del empleo bajo el régimen) permitía considerar condiciones mínimas de trabajo.
Porque si es como afirman los defensores del régimen, es decir, que los mercados de destino exigen estándares más altos que la legislación local, ¿cuál sería el perjuicio de aplicarlos al menos a las grandes empresas? ¿Por qué no condicionar los beneficios solo para que las pequeñas y medianas se diversifiquen e incorporen mejores estándares? ¿Por qué no promover la sindicalización para crear canales claros y contrapesos de negociación, y así redistribuir mejor los beneficios del boom?
Así cueste aceptarlo, las cosas se han dado así porque prevalecen lógicas desfasadas: que la acumulación de capital y el crecimiento del PBI pueden darse a cualquier costo; que las grandes inversiones nos hacen un favor generando empleo; que basta con el “chorreo” puro y duro, que la gente tiene que entender que es el costo del progreso. Se trata, en realidad, de la reproducción del “cholo barato” en el siglo XXI.
Por ello, defender el régimen tal como estaba no es ser liberal. Es mercantilismo puro. Si en algo retrocedemos, en principio será responsabilidad de quienes no aprenden a renunciar a una parte de sus privilegios. Pero lo que toca ahora es pensar en un esquema que permita que siga el auge del sector y una mejor distribución de sus beneficios.
Agroexportación