Lima fue durante décadas la “tierra de las oportunidades” para los compatriotas provincianos que llegaron para revolucionar su demografía y urbanidad. Los motivos son harto conocidos: un centralismo tremendo y una desigualdad desgarradora de oportunidades y servicios respecto al resto del Perú.
Lima seguía siendo el lugar en donde todos los peruanos podían tentar el “sueño americano” portando como pasaporte solo su pobreza, su frustración o su esperanza. El suelo fiel que todavía te permite poner un cartel en un auto y hacer taxi, colocar un tapete en la pista o en la vereda y tener trabajo como ambulante, invadir un terreno, manipulado por traficantes o por mera sobrevivencia y tener tu casa propia.
Lima también ofrecía miles de puestos de trabajo en talleres, mercados, tiendas, por un sueldo miserable y sin derechos, pero sueldo, al fin y al cabo. Pese a las adversidades no te morías de hambre y siempre prometía la posibilidad de progreso.
El tejido social, sin embargo, desde la sola existencia, siguió teniendo el espíritu cortoplacista del recurseo frenético, sin profundidad. Castillo de naipes. Todo aceptable, hasta que te enfermas, y te confrontas con el horror de nuestro sistema de salud. Todo aceptable, hasta que una pandemia cuestiona los paradigmas sobre los cuales te habías asentado en una ciudad a la que nunca terminaste de ver como tuya y a la que nunca terminaste de migrar.
Llega el Covid-19 y te da una cachetada, la ciudad te abandona, te patea, y decides regresar a fojas 0, al lugar en donde naciste porque perdiste lo poco que lograste y allí, en el campo, al menos habrá techo y fruta.
No importa que en el camino de retorno duermas en la calle por días. Lo que está pasando con miles de compatriotas provincianos de San Martín, Piura o Apurímac es de lo más estremecedor en esta crisis. Interpela todo.
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