El despliegue de 5.000 policías para contener a jóvenes manifestantes en Lima es la radiografía de un poder que solo logra sostenerse mediante la fuerza. La coalición que gobierna sabe que su respaldo social es tan mínimo y que cada protesta desnuda la precariedad de su autoridad. Por eso recurre a la represión como primer y único recurso.
La Policía Nacional del Perú, bajo el mando de Dina Boluarte, fue ordenada a cercar a los manifestantes entre cordones policiales. Al respecto, es menester denunciar que esta práctica ha sido cuestionada en instancias internacionales en diversas ocasiones.
En el caso peruano, la práctica contraviene directamente la Constitución que tutela de manera expresa las libertades de tránsito, reunión y expresión. A nivel internacional, instrumentos garantistas de los Estados de derecho, como la Convención Americana sobre DDHH, han sido de igual manera vulnerados.
En ese sentido, los actos que dieron la vuelta al mundo el fin de semana recién pasado constituyen una confesión tácita de los responsables penales de tales abusos de poder.
Sin embargo, los peruanos deben estar advertidos. No se está frente a un operativo de orden público cualquiera. Lo que se juega en las calles es la continuidad de un proyecto político que, desde hace meses, busca cooptar instituciones clave contra el reloj: el Ministerio Público y el Jurado Nacional de Elecciones. Controlarlas es el blindaje definitivo que necesitan frente a investigaciones y denuncias por corrupción, además de ser la llave para manipular procesos electorales futuros.
Es desde entonces que la represión se convierte así en una estrategia de supervivencia desesperada. Mientras más jóvenes de la generación Z se movilizan, más evidente resulta que el Gobierno y el Congreso carecen de representatividad.
Es un momento de definiciones importantes para el futuro del país. Y un asunto no menor es qué tanto los peruanos se logran unir para derrotar, por mayoría suficiente, el pacto de la infamia que sigue haciéndose del Estado para beneficio propio.