Debemos desarmar el lenguaje violento para proteger a la vida y la libertad

La naturalización de la violencia verbal deviene, tarde o temprano, en violencia física e incluso la muerte.

En regímenes democráticos, la palabra política se sostiene sobre el principio básico del reconocimiento del adversario como un acto legítimo. No obstante, como advertían en Cómo mueren las democracias (2018), los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, cuando se rompe la norma implícita de la tolerancia mutua en medio de la diferencia ideológica o programática, los cimientos de una democracia comienzan a erosionarse desde dentro, si es que los propios ciudadanos no establecen límites claros y sancionan la violencia, venga de donde venga.

Aunque es innegable que la confrontación es una parte inherente al quehacer político, es esencial mantener la premisa de que el contrincante no es un enemigo a destruir. Cuando esa frontera se borra, el lenguaje violento abre la puerta a una lógica de guerra que remite a las épocas premodernas, en las que la disputa política se desfiguraba hasta la desaparición física de quien pensaba distinto.

La historia del siglo XX ofrece evidencia suficiente de que, cuando un insulto se repite, la radicalidad de su contenido puede llegar a deshumanizar a una sociedad, tal como ocurrió bajo el régimen nazi.

Lo ocurrido en Estados Unidos con el asesinato del activista ultraconservador Charlie Kirk ilustra esa normalización del insulto y la deshumanización del adversario. La legitimación de dicha violencia crea el terreno fértil para que se traduzca en violencia física. Y eso, hay que decirlo con fuerza, no puede permitirse en una sociedad que aspire a ser civilizada.

Cuando la política se convierte en un campo donde la palabra se usa como arma, la transición hacia la agresión es apenas un paso más.

En el Perú, este patrón se repite de manera alarmante. En los últimos años, el alcalde de Lima y líder del partido Renovación Popular, Rafael López Aliaga, ha hecho del insulto y de la incitación a la violencia una de sus marcas discursivas. Basta recordar su exhortación pública a “cargarse” al periodista Gustavo Gorriti para dar cuenta de ello.

La banalización de estas frases, toleradas por algunos sectores radicales, instala la idea de que la violencia puede ser parte aceptable del juego político. En otras palabras, supone retornar a una dinámica basada en la ley del más fuerte.

El objetivo fundamental de la política democrática es, precisamente, contener el monopolio del uso de la fuerza en una institución llamada Estado, que debe regularla mediante reglas de juego claras y con un piso que no se puede transgredir. En otras palabras, reconocer y defender, por encima de cualquier diferencia —por más profunda que sea—, que todas las personas son iguales en derechos y deberes, y que el valor de la vida no puede violarse bajo ningún motivo.

Recuperar ese horizonte exige un esfuerzo ciudadano por desarmar el lenguaje violento, reinstalar el respeto como norma y recordar que, cuando la palabra se convierte en bala simbólica, tarde o temprano terminará por convertirse en bala real.