Expresidenta del Tribunal Constitucional.
Los jueces no construyen sus veredictos bajo una estructura militar en la que se limitan a acatar mandatos jurídicos sin mayor reflexión ni análisis. Por ejemplo, si mañana el Congreso aprobara una ley que restablezca la esclavitud, ¿los jueces aplicarían esa ley sin dudas ni murmuraciones? Definitivamente, ¡no!, aunque se trate de una ley del Congreso.
Previamente, los jueces realizan un control de constitucionalidad de la ley que se les pide aplicar. Ese ejercicio se denomina control difuso y es una herramienta con varios siglos de existencia y uso; reitero: siglos. Por ello, no es novedad en el mundo jurídico que los jueces recurran al control difuso para examinar las leyes que emplearán al resolver un caso.
En nuestro país, el control difuso aparece en la Constitución de 1857. La Constitución vigente de 1993 también lo reconoce. Señala que “los jueces deben preferir la norma constitucional ante la incompatibilidad con una norma legal y la norma legal sobre otras de rango inferior” (arts. 51 y 138).
En el ámbito jurídico, la sentencia emitida en 1803 por la Corte Suprema de Estados Unidos, en el caso Marbury vs. Madison, estableció el principio del control de constitucionalidad, afirmando que los jueces no pueden aplicar normas jurídicas contrarias a la Constitución. Esta sentencia se convirtió en un leading case, porque incorporó el control difuso como el poder-deber de todo juez para construir sus veredictos.
Asimismo, cuando se constituyó la República y se organizó el Estado, se diseñaron las competencias de la Corte Suprema. Se creó la Sala Constitucional y Social de la Corte Suprema, precisamente para controlar los resultados del control difuso que ejercían los jueces en todo el país, labor que continúa hasta hoy.
Como puede advertirse, el control difuso tiene siglos de existencia. Cada juez posee el poder-deber de controlar la constitucionalidad de la ley y declarar su inaplicabilidad, si corresponde, para luego esperar el pronunciamiento final de la Sala Constitucional de la Corte Suprema.
A modo de ejemplo, recuerdo las leyes de amnistía N.º 26479 y 26492, dictadas en la década de 1990 a favor de policías y militares en la lucha contra el terrorismo. Estas leyes no fueron aplicadas por los jueces del Poder Judicial gracias al control difuso. Recuerdo también a la fiscal Cecilia Magallanes, quien investigaba el caso Barrios Altos y solicitó a la jueza Saquicuray ejercer el control difuso sobre dichas leyes y declararlas inaplicables.
La organización política y social del Estado se desarrolla bajo un modelo constitucional de derecho. Ello implica que, bajo un principio de jerarquía normativa, todo el ordenamiento jurídico debe interpretarse y valorarse desde la Constitución como un todo armónico, para lo cual los jueces hacen uso del control difuso. Si una norma es contraria a la Constitución, sencillamente se inaplica: no tiene efecto jurídico. La ley puede existir en el ordenamiento, pero como un cuerpo inerte, sin vida.
Los tratados y convenciones forman parte de nuestro derecho interno, según la Constitución (art. 51). En materia de derechos humanos, “las normas relativas a los derechos y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretan de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos” (IV Disposición Final de la Constitución). Esos son también referentes que utiliza el juez al aplicar el control difuso.
Nuestra legislación interna señala que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos tiene una función supletoria ante vacíos normativos. En caso de incompatibilidad entre una norma de la Convención y de la Constitución, los jueces preferirán aquella que más favorezca a la persona y a sus derechos humanos, como establece el Código Procesal Constitucional.
La organización formal del poder en nuestro país ha sido influenciada por la Revolución Francesa. Esta se expresa en tres ideas centrales: a) el poder es uno solo y se reparte en su ejercicio; b) el poder se ejerce bajo un reparto y separación de competencias: el Congreso legisla, el Ejecutivo administra la gestión pública y el Judicial resuelve los conflictos jurídicos, a lo que se suma la función local o municipal; c) no existen zonas exentas de control. Por ello, las leyes del Congreso son sometidas al control de constitucionalidad por los jueces antes de aplicarlas. Así se ejerce el poder delegado en el Estado moderno; de ahí la importancia de contar con jueces que actúen con libertad e independencia, sin influencias externas ni internas, motivando desde la Constitución las razones de sus decisiones.
El poder político siempre ha sido receloso de la intervención de los jueces, por los efectos de sus decisiones. Tras la Revolución Francesa no solo se repartieron las competencias para el ejercicio del poder, sino que, en el caso de los jueces, se intentó limitar su facultad de interpretar las leyes del Parlamento. Se les llamó la “boca de la ley”, restringiéndolos a meros aplicadores. Se asumió que el único legitimado para interpretar la ley era el legislador. Por eso se creó en Francia el Tribunal de Casación, para controlar la legalidad de las sentencias. Sin embargo, pronto se asumió que los jueces también debían interpretar la ley como un poder independiente, distinto del Parlamento, que es un espacio político.
Con la evolución del derecho, el control difuso en el Perú se ha fortalecido con el control de convencionalidad, ya que nuestro ordenamiento no solo está compuesto por normas internas, sino también por tratados y convenios internacionales. Estos instrumentos enriquecen nuestro derecho y sirven como referentes jurídicos para los jueces al momento de analizar, interpretar y aplicar las normas. A través de ellos, se puede realizar el control de convencionalidad, incluso en casos donde exista un conflicto entre Constitución y Convención. Afortunadamente, el Código Procesal Constitucional da respuesta: “los jueces preferirán la norma que más favorezca a la persona y sus derechos humanos.”
Si no existieran jueces en nuestra convivencia social, primarían el caos y el desorden. Sería como un partido de fútbol sin árbitros, donde cada equipo impone sus propias reglas y decide qué se sanciona. No viviríamos bajo un Estado de derecho. Por fortuna, el ejercicio del poder no solo está repartido y delegado a terceros para que construyan decisiones imparciales, sino que, además, la Constitución permite el control judicial del poder público en la creación de la ley.