La encrucijada iraní: entre la resistencia y la supervivencia, por Sebastien Adins

La reciente ofensiva de Israel, denominada "León Ascendente", plantea interrogantes sobre el futuro político de Irán, tras su llamado a la población para levantarse contra el régimen de Teherán.

Desde su ofensiva –no provocada– del 13 de junio, Israel dejó claro que buscaba más que solo neutralizar el programa nuclear iraní: el nombre mismo de la operación, León Ascendente, remite explícitamente al emblema oficial de los shás. Ese mismo viernes 13, Netanyahu se dirigió a la población iraní, instándola a levantarse contra el régimen. Citó en farsi 'Mujer, Vida y Libertad', el lema de las protestas de 2022, y llegó incluso a compararse con Ciro el Grande, presentándose como dispuesto a “liberar” al pueblo persa. Así, tras la decapitación de Hamas y Hezbollah y la caída del régimen de al-Assad, habría llegado el momento de promover un cambio político en Teherán, una fijación histórica de los neoconservadores en Washington y el propio Netanyahu. ¿Estamos, entonces, ante la caída de la República Islámica?

Para entender a Irán, primero hay que partir de una idea clave: al igual que China, se trata de un Estado-civilización. Esto significa que, más allá de los múltiples cambios territoriales y políticos que marcaron su historia y pese a su diversidad étnica, Persia/Irán es un Estado milenario, y eso ha forjado un fuerte orgullo nacional. A esto se suma el hecho que, históricamente, su relación con Occidente ha sido compleja: primero como sujeto del imperialismo británico y, más tarde, de la intervención directa de EEUU en su política interna. El golpe de Estado contra Mossadeq en 1953 –orquestado por Washington y Londres– marcó un hito al respecto. Y aunque el shá Pahlaví impulsó una importante campaña de modernización económica, la era imperial quedó asociada con la represión, la corrupción y el despotismo. Además, para muchos, sus políticas de occidentalización, alineamiento con EEUU y vínculos con Israel, provocaban una sensación de alienación nacional.

Con la Revolución Islámica de 1979 surgió un nuevo tipo de Estado, híbrido en su esencia. Por un lado, cuenta con instituciones republicanas como la presidencia, el parlamento y fuerzas armadas convencionales, pero predomina su estructura teocrática, con amplios poderes para el líder supremo y el Consejo de Guardianes, un poder judicial controlado por el clero chiita y la Guardia Revolucionaria Islámica, un verdadero Estado paralelo a las instancias republicanas. Más allá de su retórica panislámica, la nueva República Islámica se proyectó como un actor tercermundista, no alineado y antiimperialista. Tras la muerte de Jomeini en 1989, se adoptó una política exterior más pragmática, aunque las relaciones con EEUU siguieron tensas: el trauma de la crisis de los rehenes, la presión del lobby israelí, intereses geoestratégicos opuestos y el avance del programa nuclear iraní impidieron un acercamiento real.

Así, Washington ha desplegado diversas estrategias para debilitar al régimen: mediante sanciones económicas, su apoyo a Iraq durante la guerra contra Irán o el respaldo a grupos armados de la oposición y sectores de la diáspora. Con el expresidente Bush jr., Irán fue incluido en el “Eje del Mal” y se llegó a especular sobre una posible invasión estadounidense, en línea con su política de regime change. En respuesta, Irán consolidó un “Eje de Resistencia” contra EEUU e Israel –este último calificado como “pequeño Satán” en tanto instrumento del imperialismo norteamericano y Estado opresor del pueblo palestino–, alineándose con Siria, milicias palestinas e iraquíes, Hezbollah y, más tarde, los hutíes. A la par, reforzó sus lazos estratégicos con Rusia, China, India e incluso con gobiernos “bolivarianos” en Latinoamérica.

Respecto al programa nuclear iraní, estrenado en los años sesenta con apoyo occidental, provocó una primera crisis internacional en 2002, al descubrirse una expansión encubierta. Aunque el líder supremo Jamenei emitió una fatwa contra la posesión de armas nucleares, el ex presidente Ahmadinejad promovió el enriquecimiento de uranio más allá del umbral civil (3–5%), lo que llevó a sanciones del Consejo de Seguridad en 2006. Con el acuerdo nuclear de 2015, Irán aceptó limitar su programa y permitir inspecciones a cambio del levantamiento de las sanciones. No obstante, tras el retiro unilateral de Trump en 2018, comenzó a incumplir el pacto, alcanzando niveles de enriquecimiento estimados en torno al 60% y reduciendo su colaboración con la Agencia Internacional de Energía Atómica.

Con todo, Irán busca proyectarse como un Estado capaz de desarrollar un arma nuclear sin cruzar formalmente esa línea, en un entorno regional sumamente hostil desde su perspectiva: Israel posee un arsenal atómico desde los años 70 –fuera del marco del Tratado de No Proliferación– y EEUU mantiene una amplia presencia militar en su flanco occidental, con bases a lo largo del Golfo, Turquía, Irak y, hasta 2022, Afganistán. Para evitar el destino de Hussein o Gadafi, la República Islámica recurre a una ambigüedad nuclear disuasiva frente a posibles acciones de Tel Aviv o Washington. En este contexto, la ofensiva de Netanyahu habría buscado frenar un nuevo acuerdo con el gobierno de Trump, que reconoce que su salida en 2018 sólo empujó a los iraníes a los brazos de China.

Indudablemente, el régimen iraní atraviesa una crisis profunda. La brecha entre una población cada vez más joven y urbana y un sistema político conservador –encarnado en un líder de 86 años– no había sido tan amplia desde 1979. El plan de fusionar los cargos de líder supremo y presidente en la figura del expresidente Raisi se frustró con su muerte súbita en 2024, mientras que el nombre más mencionado para la sucesión, Mojtaba –hijo de Jamenei–, despierta resistencias por el riesgo de instaurar una nueva dinastía. En paralelo, la situación económica es crítica con tasas elevadas de inflación y desempleo y cuantiosos recursos desviados a fundaciones religiosas, la Guardia Revolucionaria y sus proxies regionales, estos últimos fuertemente debilitados desde el año pasado.

Dicho esto, está claro que una mayoría de iraníes desea cambios políticos, y algunos incluso celebraron el asesinato de generales el pasado 13 de junio, por su rol en la represión de las protestas de 2022. Sin embargo, eso no implica aceptar un regime change impuesto desde el exterior, y menos aún por Netanyahu. Por otro lado, resulta difícil imaginar la caída de uno de los regímenes más resilientes de la región sin tropas sobre el terreno –algo que tanto Netanyahu como Trump quieren evitar–, recurriendo en cambio a drones, misiles y el Mossad. En todo caso, la historia reciente ha demostrado que las políticas de cambio de régimen suelen desembocar en largos periodos de caos y violencia, con consecuencias imprevisibles para el resto de Medio Oriente, proviniendo de un país con el peso de Irán. Así las cosas, la población iraní enfrenta una encrucijada entre el orgullo nacional y su hartazgo con el sistema político.