Hace poco más de dos semanas se aprobó en el Congreso el proyecto de ley que busca dar impunidad a los delitos de Lesa Humanidad ocurridos antes de 2002 en el país, lo que, según informó el propio Sistema de Derechos Humanos del Poder Judicial en un comunicado oficial, esto representa el posible archivamiento de alrededor de 600 casos de violaciones a derechos humanos.
En días previos a la votación, la Corte Interamericana de Derechos Humanos al Estado había dictado medidas de protección frente al proyecto de Ley, las que fueron incumplidas y recibieron el rechazo por parte del legislativo y el Ejecutivo mediante una carta conjunta.
Unos días después de la aprobación de esta norma, la Corte IDH realizó una audiencia pública al respecto, en la cual los representantes del Estado Peruano se permitieron, sin tapujo ni búsqueda del rigor, negar la existencia de un Conflicto Armado Interno en el Perú e insistir en que la violencia política que vivimos millones de peruanos y peruanas fue fruto exclusivamente de la embestida terrorista de Sendero Luminoso.
Como puede verse en las imágenes de esa sesión, tanto el representante del Perú ante la CIDH, el Viceministro de Justicia y el representante de la PCM hicieron una defensa acérrima y cuasi personal de esta tesis, barriendo con ello años de esfuerzos públicos por reconocer y “reconciliar” al Estado con las víctimas de violaciones a los derechos humanos cometidas por agentes del Estado.
No muchos días antes pudimos conocer el discurso público del Canciller Gonzales- Olaechea en un acto en la embajada de Canadá. Allí, el canciller no sólo increpó al embajador por su preocupación con respecto de un proyecto de Ley (transparentando una vez más su rol de mesa de partes del legislativo), sino aprovechando la oportunidad para cuestionar, en su calidad de representante del Estado, los hallazgos de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación en el país, empezando por las cifras de víctimas que la misma identificó.
Traigo estas escenas a la palestra porque, aunque parecen sorprender poco en medio de la precariedad institucional y política en que nos encontramos, creo que hablan de la forma en que los discursos de extremo autoritario se han asentado en el Ejecutivo al punto de permitirse una expresión sin tapujo. Y esto incrementa el peligro de sus actuaciones públicas en múltiples sentidos.
¿Por qué un funcionario público, representante del más alto nivel, puede permitirse este tipo de discurso sin preocupación de ser cuestionado? No sólo por los pactos de poder y sobrevivencia por todos conocidos, sino por la certeza de que no encontrarán una respuesta fuerte y organizada desde la otra acera.
A año y medio del inicio de este gobierno – y sus acuerdos de convivencia con una mayoría parlamentaria- las altísimas tazas de desaprobación a los poderes públicos ya no resultan novedosas, pero tampoco amenazantes para quienes se han asentado en el poder.
Las acciones del gobierno de cara a la ciudadanía, aun cuando ineficientes a menudo, han procurado garantizar mínimos de cumplimiento de servicios y programas del Estado, lo que no les ha incrementado ni una centésima de popularidad, pero les ha permitido no acrecentar la movilización en su contra y evitar una mayor convulsión social.
Lo mismo ha hecho el Congreso a través de múltiples nombramientos y otorgamientos de beneficios a sectores laborales específicos y con capacidad de movilización. En algunos casos podrán ser derechos reivindicados con justicia, pero su aprobación no se ha debido a ello, sino a la búsqueda de que estas prebendas lleven a la desmovilización de esos sectores.
Por ello la relevancia de dar respaldo y valor a las arenas de competencia de las que hablábamos en la columna anterior, desde las que se sostiene la disputa contra el régimen autoritario y sus actores, pero también por ello se hace necesario recuperar fuerza en cuanto a acción ciudadana.
Aun valorando el espíritu de persistencia de muchos peruanos y peruanas que siguen enfrentando al régimen y que se movilizan estos días en distintas regiones del país, no puedo dejar de insistir en la necesidad de contagiar de ese espíritu a muchos peruanos y peruanas que se han desmovilizado –por miedo, hartazgo o resignación– pero que siguen creyendo en la necesidad de cambiar la realidad.
Esto no puede estar exento sin embargo de un sentido de urgencia y de la búsqueda de otras formas de que la ciudadanía responda a los atropellos que se viven día a día, pues temo que a menudo la esperanza que buscamos construir y los esfuerzos de articulación van a una velocidad significativamente menor a la que el desmantelamiento del Estado y la democracia han tenido. Cada vez que hacemos una lista de aquello que necesitamos corregir la lista es más larga, y por tanto también las respuestas y acuerdos más difíciles.
Mientras tanto, sus medios de comunicación se van volviendo cada vez más poderosos, sus leyes se aprueban con informes de viabilidad cuestionables y los poderes económicos formales e informales campan a sus anchas. El desparpajo de estos actores autoritarios es muestra de que las arenas de competencia, como ventanas, se encojen y se cierran cada vez más.
No podemos seguir confiando en que tal o cual ley será observada, o en que “no se atreverían”, porque como queda claro se atreven a todo. No podemos quedarnos en el análisis de las terribles situaciones que nos aquejan y sus causas porque, aun siendo importantes, se quedan tantas veces por detrás de la realidad.
Si no nos apresuramos, si no dejamos de lado nuestras resistencias a participar, si no obligamos nuestro sentido de urgencia, podría no quedar piedra sobre la que reconstruir. De hecho, podríamos perder la posibilidad de llegar a hacerlo.
Politóloga, máster en políticas públicas y sociales y en liderazgo político. Servidora pública, profesora universitaria y analista política. Comprometida con la participación política de la mujer y la democracia por sobre todas las cosas. Nada nos prepara para entender al Perú, pero seguimos apostando a construirlo.