Durante muchos años, se ha considerado a la educación como una profesión de fácil aprendizaje, que no necesariamente se encuentra entre las más populares para escogerla como elección a futuro. Así, el dedicar toda una vida a educar constituye, para algunos, sinónimo de poco esfuerzo: “tú puedes dar para más”, “ganarás poco”, “siempre tendrás trabajos para corregir, incluso en tu tiempo libre” y así se busca disuadir a aquellos que se atreven a decir “quiero estudiar Educación”.
Hoy se aprecia como exitosa a una persona que se dedica, por ejemplo, a ser creador de contenido, científico de datos, especialista en ciberseguridad, emprendedor, artista multimedia, especialista en IA y similares. En este contexto, hay que tener mucha valentía para decidir y decir “quiero dedicar mi vida a la educación”, ante la mirada sorprendida y un tanto escéptica de familiares y amigos.
Sin embargo, si nos detenemos a analizar tal decisión, esa persona, quizás de manera intuitiva todavía, percibe el enorme poder transformador de la educación.
Nelson Mandela, el líder sudafricano y defensor de los derechos humanos, entendió claramente la importancia de la educación como un medio importante para superar la discriminación y la injusticia social: “La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”; más aún, agrega: “Es a través de la educación que la hija de un campesino puede llegar a ser médico, que el hijo de un minero puede llegar a ser cabeza de la mina, que el descendiente de unos labriegos puede llegar a ser el presidente de una gran nación”, haciendo alusión, quizás, a su propia historia.
Entonces ese joven o esa joven que decidieron optar por la educación saben que, al convertirse en docentes, van a contagiar con sus conocimientos, con su pasión, empatía y entusiasmo a sus estudiantes, los guiarán no solo por los linderos de una disciplina, sino, mejor todavía, tendrán el enorme poder de formar en ellos valores y actitudes que constituirán la base para una mejor sociedad. Pues no se trata, en educación, solo de reconocer tal o cual enfoque teórico, metodología, conceptos varios, rúbricas o lo que fuere, se trata de vivir la educación como una forma de construir una mejor sociedad, una manera de dar, en ocasiones, un mensaje contrario a lo que la mayoría podría opinar. Enseñar compromiso cuando, para algunos, ese significado resulte desconocido, enseñar la búsqueda de la calidad cuando muchos consideran que ciertos estándares no son necesarios y que solo es suficiente “cumplir”; trabajar por el desarrollo de la empatía y el respeto hacia el otro, cuando se tiende a reemplazar oportunidades de formación de los niños entregándoles un dispositivo electrónico para que “no moleste”. Ser educador implica, en pocas palabras, trabajar para convertirse en “alquimistas de la mente”.
En este caso, el alquimista moderno no trata de convertir el plomo en oro, no, ahora trabaja con pasión por un reto aún más grande, el de ayudar a que un niño, adolescente, joven, desarrollen su potencial, se trata de enseñarle a pensar, a guiarlo por los caminos de la lógica y el razonamiento; la obtención de la ansiada piedra filosofal, en esta ocasión no busca asegurar la eterna juventud, sino que busca, más bien, el desarrollo de la criticidad, tan necesaria para sobrevivir en el mundo moderno y no sucumbir en el intento.
En esta “magia” moderna se busca transformar vidas a diario, acompañar en el camino de “convertirse en mejores personas” diría el psicólogo Carl Rogers en su libro El proceso de convertirse en persona.
En este camino, cada ecuación resuelta, cada poema analizado, cada actitud corregida, cada herramienta aprendida que ayude a expresarse mejor, a comprender lo que se lee, a entender el verdadero significado de una imagen o la interpretación correcta de un mensaje vertido en redes sociales, son pasos que conducen hacia la autotransformación, hacia el crecimiento como ser humano.
En este proceso, los verdaderos alquimistas observan a sus estudiantes con detenimiento y, progresivamente, van ajustando su enfoque según algunas señales sutiles. ¿Alguien frunce el ceño?, ¿quién está ansioso por compartir una idea?, ¿quién tiene temor de expresar lo que piensa, pero hay que alentarlo a que lo haga, pues es necesario que aporte la riqueza que lleva dentro? Los verdaderos educadores adaptan su magia en tiempo real.
Señala la neurociencia, en uno de sus últimos e interesantes hallazgos, el corazón de un educador y el de sus estudiantes se sincronizan en determinado momento de la clase y forman una perfecta armonía. Si eso no es “magia”, pues, ¿qué lo es?
Sin embargo, ser maestro no es fácil, implica una coherencia de vida. No se trata de estudiar una carrera “fácil”, al contrario, se trata de estar convencidos de que, en medio de la complejidad de educar a un ser humano, se está trabajando por la reducción de brechas injustas, de las muchas que conocemos en nuestro país, se trata de ser conscientes de que la educación transforma vidas, y si el imperativo es trabajar con calidad educativa y construir una mejor sociedad, estamos presenciando actos de “magia” mejores que el que alguien se suspenda en el aire. La magia se da cuando alguien dedica toda su vida a lograr que otros crezcan y desarrollen como seres humanos, por eso, feliz Día del Maestro a los auténticos, a aquellos verdaderos “alquimistas de mentes” que muchas veces hacen “magia” en las vidas de muchos, incluso sin saberlo.
Columnista invitado. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.