En las últimas semanas se han dado varios casos que nos vuelven a ilustrar los inaceptables errores que se cometen en nuestras empresas públicas. Estos errores causan un enorme costo que a la larga acabamos pagando todos.
El más reciente escándalo es el del aeropuerto de Lima, al cual la absoluta falta de preparación por parte de Córpac dejó sin luces de aterrizaje por toda una noche. La negligencia y la falta de un plan de contingencia, lo cual demuestra una ineptitud única, resultaron en la cancelación o desviación de 263 vuelos y la tremenda incomodidad de decenas de miles de pasajeros. Para que no quede duda, la misma presidenta Boluarte dijo, al momento de inaugurar la segunda pista, que esta serviría como plan de contingencia. No fue así.
El caso de las luces de la pista no es el único error de Córpac, recordemos a los controladores aéreos acordando qué decir para que no les echen la culpa de los tres bomberos muertos o los innumerables problemas en los aeropuertos bajo su control, comenzando por el de Cusco.
Eventos como este hacen que el Perú pierda gran cantidad de visitantes, al difundirse la noticia de que en nuestro país ni en los aeropuertos se puede confiar. Esto, sumado a la larga lista de maltratos que reciben continuamente los turistas, especialmente los que van a ver nuestras joyas de la corona que son Machu Picchu y Cusco.
¿Se imaginan a la familia extranjera que viene a conocer una de las siete maravillas del mundo moderno, después de haber ahorrado mucho para poder pagar este viaje caro, descartando muchas alternativas para venir al Perú con la esperanza de tener una experiencia inolvidable que contar a todos sus familiares y amigos y que la vean frustrada porque se interrumpe el tren a Machu Picchu por algún reclamo menor y usualmente mercantilista? ¿Se dan cuenta quienes hacen estas barbaridades de las tremendas consecuencias de sus actos?
El turista quiere pasarla bien y aprovechar al máximo los pocos días que tiene disponible y no quiere inseguridad. ¿Es tan difícil de entender eso para quienes deciden conscientemente arruinarles todo el viaje y no consideran las implicancias de largo plazo de sus actos? ¿Se dan cuenta de cómo afecta a los que viven del turismo en el largo plazo?
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Pero el caso de Córpac no es más que el último en que una empresa pública comete, por desidia o ilegalidad, un acto muy grave para el país. Son cientos de estos actos los que han ocurrido solo en la última década, cuando por suerte las empresas públicas no han tenido ya la importancia que una vez tuvieron. Recientemente, hemos sido testigos de como Petroperú, la más grande de las empresas públicas, ha sido sistemática e impunemente saqueada a todo nivel y cómo la nueva refinería de Talara, que debería haber costado aproximadamente 2,000 millones de dólares, aumentó sus costos y nos (sí, nos, porque es nuestra) acabará costando a los peruanos unos 6,500 millones de dólares. Esto es equivalente a que cada uno de los 17 millones de trabajadores peruanos le regale a Petroperú un sueldo mensual. O, puesto de otra manera, es lo que costaría construir cuatro carreteras panamericanas de Tumbes a Tacna.
Podemos seguir con otro servicio esencial. ¿Cuántos peruanos tienen servicio de agua potable y alcantarillado deficiente? El abastecimiento de este servicio básico está en manos de las entidades prestadoras de servicios de saneamiento (EPS) de los Gobiernos locales en todo el Perú. ¿Hay alguien que piense que han hecho un trabajo aunque sea razonable? En parte es por falta de recursos, nos dicen, ¡pero de esto debería encargarse el Estado! ¿Se imaginan a una empresa privada justificando que el mal servicio que presta se debe a que su dueño no le proporciona suficiente capital? La labor de dotar de agua y desagüe es una que tomará años antes de haber avanzado lo suficiente como para poder decir que el problema está solucionado (como lo está en Santiago de Chile, por ejemplo) ¡pero al ritmo actual tardaremos varias décadas!
También está Essalud, que si bien no es formalmente una empresa pública, tiene todas las características de una empresa (un consejo directivo, una presidente, un gerente general, trece gerencias centrales, etc.). Essalud, como lo sabrá cualquiera que haya tenido que recurrir a sus servicios, tiene serios problemas con otorgar citas médicas, programar operaciones, contar con las suficientes medicinas y otras serias deficiencias que, de ser esta una empresa privada, hace tiempo que hubiera desaparecido. La presidente de Essalud ha reconocido a la prensa que “si fuésemos una empresa privada, ya estaríamos quebrados”. Nuevamente, entendemos que parte del problema es operar con fondos insuficientes (en este caso, principalmente por culpa del Congreso), pero eso lo tiene que solucionar el Estado.
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¿A qué se debe que estas empresas públicas hagan tan mal su labor? Esencialmente se debe a dos factores principales. El primero es que al ser “todos” dueños de las empresas públicas, estas, en la práctica no tienen dueño que las cuide. Nadie es personalmente responsable de nada. Si un gobierno funcionara idealmente, entonces los ministros a cargo de las empresas correspondientes a su sector pondrían a buenos directivos a dirigirlas y les exigirían cumplir metas estrictas. A su vez los directivos se encargarían de que la empresa funcionara con buenos trabajadores haciendo un buen producto o servicio, revisando cada cierto tiempo el cumplimiento de los objetivos para tomar las acciones correctivas del caso. Es decir, como lo hace una empresa privada grande.
Otro resultado frecuente de que nadie actúe como dueño es que no importa si la empresa pierde plata. La empresa puede ser saqueada por sus directivos o trabajadores sabiendo que nunca va a quebrar. Simplemente obtienen más recursos del Estado y todo vuelve a empezar. Como Petroperú.
El segundo factor principal para el mal funcionamiento de las empresas estatales es que tienden a ser un monopolio (Petroperú o Essalud no lo son, pero son largamente las empresas más grandes de su sector) y esperan seguir siéndolo. Por lo tanto, no tienen que preocuparse de si los clientes están descontentos con su servicio, porque igual lo tienen que usar. A diferencia de una empresa privada, si alguna vez algún organismo regulador las sanciona (como correspondería), les da igual; al final cualquier costo lo cargamos nosotros y siempre pueden pedir más recursos.
A principios de los noventa, las empresas públicas le habían costado tanto al Perú que, con el beneplácito de la mayoría, buena parte fueron privatizadas. Sin embargo, mantuvimos algunas. Es una lástima que estas tengan nuevamente que desperdiciar preciosos recursos y causar estropicios para que los peruanos nos demos cuenta de que las empresas estatales son una mala idea, y que esto no se debe a razones ideológicas.
De La Oroya. Economista y profesor de la Universidad del Pacífico y Doctor en Finanzas de la Escuela de Wharton de la U. de Pennsylvania. Pdte. del Instituto Peruano de Economía, Director de la Maestría en Finanzas de la U. del Pacífico. Ha sido economista-jefe para AL de Merrill Lynch y dir. gte gral. ML-Perú. Se desempeñó como investigador GRADE.