La democracia es cada día descrita y definida por la experiencia vital de cada uno, lo que la convierte en un complejo concepto a abordar, aunque quienes estudiamos la política seguimos intentando conceptualizarla y darle sentido en nuestro tiempo.
Cornelius Castoriadis distinguió acertadamente la democracia en dos acepciones: como régimen y como procedimiento. Cuando hablamos de la democracia como régimen hacemos referencia a la aspiración de la comunidad política de una convivencia social libre y justa (en la medida de lo posible), con una apuesta por el autogobierno colectivo.
Si bien esta aspiración al régimen democrático resulta de suma importancia, en los Estados modernos resulta impensable una democracia como régimen si no contemplamos también la relevancia de la democracia como procedimiento; es decir, la forma y normas con que se llevan a cabo las decisiones que nos permiten avanzar a ese bien común, empezando por la forma en que se elige a los representantes o gobernantes de la comunidad política.
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Robert Dahl señalaba que un Estado era democrático si cumplía, entre otros requisitos, con tener “cargos públicos electos y elecciones libres, imparciales y frecuentes”. Por su parte, Guillermo O’Donnell identificaba como características que “Ejecutivo y Legislativo sean electos en elecciones abiertas, libres y justas”, la garantía del derecho a votar y que las autoridades electas contasen con autoridad real.
Aunque a menudo insistimos en que no basta con que se lleven a cabo elecciones para hablar de la existencia de una democracia –como bien nos ha demostrado la historia reciente de nuestro país y la coyuntura misma que nos aqueja– resulta inconcebible una democracia sin elecciones competitivas, libres, imparciales, frecuentes y vinculantes.
Para dar la garantía de que el sufragio cumplirá con todos estos preceptos es que existe un sistema electoral, que comprende las reglas y procedimientos electorales y a las instituciones que hacen cumplir esas reglas y llevan a cabo dichos procedimientos. En el Perú, esas instituciones son el Jurado Nacional de Elecciones (JNE), la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) y el Registro Nacional de Identidad y Estado Civil (Reniec), las que, en su calidad de organismos constitucionalmente autónomos, cuentan con independencia presupuestal y de decisión, de modo que se garantice su independencia para hacer cumplir las reglas electorales y garantizar sus resultados. Esto incluye también los mecanismos y cualificaciones exigibles para la selección de sus más altas autoridades.
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Quienes vivimos el inicio de este siglo aún recordamos la lamentable actuación de un jefe de la ONPE que al grito de “papelito manda” se prestó para un fraude electoral y la falsificación de firmas con las que Alberto Fujimori pretendió su ilegal re-reelección, pero también los múltiples esfuerzos que se llevaron a cabo tras el retorno a la democracia para devolver a la ciudadanía la confianza en que su voto sería respetado y el destino colectivo decidido en común.
Por ello resultan altamente preocupantes las diversas iniciativas que se vienen planteando para que la elección y remoción de las jefaturas de ONPE y Reniec recaigan en el futuro Senado, pues ponen en manos del procesado la elección del juez, de los jugadores la elección del árbitro.
Los defensores de esta propuesta insisten en que existen países en que las elecciones son organizadas incluso por el mismo gobierno. Sin embargo, esto suele darse en democracias estables o con sistemas de partidos de trayectoria democrática. Ni uno ni otro son el caso en el Perú.
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De igual modo, preocupa que las reglas de competencia puedan ser cambiadas con tanta facilidad por los mismos actores políticos que tendrán luego que someterse (o beneficiarse) por ellas.
Así, frente a un problema real del país como es la baja representatividad de la ciudadanía por sus autoridades y representantes, principalmente en cuanto al Congreso de la República, la solución ha parecido hallarse no en ser mejores sino en ser más: antes que mejorar los mecanismos para el efectivo rendimiento legislativo, representativo y de control político, se pretende reformar la legislación electoral para incrementar sustantivamente el número estipulado de diputados (de 130 a más de 170) y de senadores (de 60 a 85).
Nuevamente, se afirma que los congresos bicamerales son los más frecuentes en las repúblicas democráticas, y también que el número de parlamentarios y parlamentarias en el Perú es bajo en relación con el número de ciudadanos y ciudadanas que buscan representar, lo cual podría influir en acrecentar la distancia entre representante y representado, al complejizar los procesos de acercamiento, consulta o demanda por parte de la población para con su congresista.
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Sin embargo, la teoría y los conceptos sobre los grandes beneficios de las reformas electorales para la representación y el sistema electoral que plantean algunos actores políticos, olvidan que, como bien señala Daniel Innerarity, “quien solo se deja guiar por criterios técnicos olvida las obligaciones de legitimación” y “acaba lesionando tanto las exigencias de la eficiencia como las de la democracia”.
Dejemos de justificar este tipo de decisiones en criterios supuestamente técnicos y volvamos a mirarlas en el marco del contexto en el que se desarrollan, que es el del control del sistema político por parte de actores que no buscan la consolidación de la democracia como régimen sino supeditar al país a su control del poder, maquillando sus estrategias con palabras como reforma o consolidación democrática. Como bien señaló Guillermo O’Donnell, “ninguna definición de la democracia será consensuada para siempre o por completo… pero eso no autoriza a un Babel conceptual”. O que nos pretendan ver la cara.
Politóloga, máster en políticas públicas y sociales y en liderazgo político. Servidora pública, profesora universitaria y analista política. Comprometida con la participación política de la mujer y la democracia por sobre todas las cosas. Nada nos prepara para entender al Perú, pero seguimos apostando a construirlo.