El consenso es cada vez más amplio. Desde que la ministra de Cultura, Leslie Urteaga, firmó un acuerdo con el presidente del Poder Judicial, Javier Arévalo, para entregarle el local que el Archivo General de la Nación (AGN) ha ocupado por más de ochenta años en el Palacio de Justicia el pasado 11 de abril (producto de un absurdo juicio en el que el Poder Judicial ha sido juez y parte), los pronunciamientos en contra de este atentado a la memoria nacional son cada vez más numerosos. Desde la presidenta de la Academia Nacional de la Historia y cinco exjefes institucionales del AGN, hasta dos sindicatos de trabajadores del AGN, pasando por historiadoras, archiveros, académicos, conservacionistas y 5.000 ciudadanas y ciudadanos que nos hemos adherido a la campaña “El AGN no se va”, el sentir es unánime: doscientos años historia en 30.000 metros lineales de documentos que alberga la sede del Palacio de Justicia del AGN no pueden ser entregados a una empresa industrial para ir a parar en un almacén aduanero del Callao, colindante con una fábrica de lejía y productos químicos, a un metro y medio del aeropuerto y cuatro kilómetros del mar y con un tráfico cargado. Este despropósito es producto de la improvisación, de dar la espalda a los especialistas en el mantenimiento y custodia del patrimonio documental y de su servicio al público. El riesgo de pérdidas es enorme por estar los documentos solo parcialmente inventariados y catalogados. Los especialistas coinciden: AGN no debe moverse hasta que no se disponga de un lugar seguro y permanente.
El señor Ricardo Moreau, jefe institucional del AGN, está en una febril campaña mediática para justificar el traslado que piensa acometer en cuatro meses cuando los estudios de la propia procuraduría ¡recomiendan 36!, desoyendo a especialistas y a la sociedad civil, que se vienen manifestando desde antes de la sentencia de casación del 2002 con plantones, cartas y pronunciamientos. Para ello, el señor Moreau exagera el riesgo que corren los documentos en el local del Palacio, que los historiadores conocemos bien. No es lo ideal, pero es mil veces preferible a un traslado suicida. Hace solo unas semanas, el señor Moreau decía en Canal N que los militares iban a ayudar en el traslado del archivo, pero solo unos días después se supo que ya se había contratado con la empresa Transel del Callao. ¿Y los militares? Más recientemente, como informa Epicentro, se dice que “pese a que fue entrevistado el 26 de abril, día en que fue adjudicado el servicio de alquiler al consorcio Transel, Moreau indicó que aún se estaban evaluando los locales de Villa El Salvador, Lurín y El Callao”. ¿Explicaciones? Ninguna.
Estas incongruencias despiertan suspicacias, especialmente porque están en juego S/12 millones del dinero público que se piensa entregar por el alquiler de tres años a una empresa industrial que nada sabe de archivos, más 5 millones solo por el traslado. Infobae ha revelado que en 2003 un documento interno del AGN calculó el precio de un alquiler por tres meses en 4 millones. ¿Como así 4 se convirtieron en 12? Coincidiendo con otros especialistas, la Contraloría también opinó que lo más sensato era acelerar la construcción de un local estable. ¿Por qué no se hizo?
En su pronunciamiento del 1 de Mayo, el Sindicato de Trabajadores del Archivo General de la Nación-SITAGN presentó uno de los alegatos más elocuentes contra el traslado de los documentos a un depósito industrial y reclama que “el fallo judicial con el que se perdió la posesión de la sede del Palacio de Justicia” no haya sido “aprovechado para encender las alertas y buscar el apoyo político necesario para impulsar la construcción e implementación del local propio para el AGN”. Más aún cuando el propio señor Moreau se pasea por los medios diciendo que “ya se encuentran con las observaciones subsanadas” para el nuevo local de Pueblo Libre del que se vienen hablando hace años. SITAGN cuestiona que Moreau desoiga las propuestas de especialistas y de la sociedad civil y no conteste un oficio que le enviaron en abril. Similar tenor es el del pronunciamiento de otro sindicato del AGN, SITRACAS-AGN, de los trabajadores CAS. Respuesta del jefe, ninguna.
Los reclamos de ambos grupos de trabajadores no solo son sensatos sino conmovedores. No piden nada para sí; más bien les preocupa lo que van a perder los otros, la sociedad, el país. Es perceptible el desprendimiento e interés genuino por algo que cuidan y sirve a los demás cotidianamente, no solo a historiadores, porque mucha gente va también por escrituras de tierras, propiedades, herencias, nacionalidad. Al final, el texto del sindicato SITAGN evoca los tiempos en que el mariscal Castilla fundó el Archivo General (hoy AGN) en 1861, cuando el archivo no tenía un local fijo. Al principio, dicen, estuvo en el Convento de la Merced, luego en el cuartel de Santa Catalina y luego en la Biblioteca Nacional, donde fue depredado por el ejército chileno. En 1940 se inició el traslado a un entonces nuevo Palacio de Justicia. Hoy, una vez más, peligra, como si hubiéramos vuelto a ese pasado de inestabilidad y guerras.
A menudo se piensa que los archivos valen por sus documentos “importantes”, una firma, “el primer” algo o alguien. Pero ninguno de los pronunciamientos que cuestiona el inminente desalojo del AGN lo entiende así. Hay algo mucho más importante que el valor simbólico o comercial de un documento singular en juego. Está la memoria de un país (y más que un país, porque nuestras fronteras eran más porosas entonces que ahora) que está hecha de todos nosotros, de nuestros y nuestras antepasadas. Porque la historia no la hace mayoritariamente la gente “importante”, o todos lo somos. Tener un pasado es saber de dónde venimos, tener una sentido de sí. Por eso, las guerras y genocidios buscan reducir archivos y bibliotecas a escombros, como lo hace Israel en Gaza –mientras escribo– para que no quede memoria de quiénes son y fueron los palestinos, para que nunca puedan probar que tuvieron un país.
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En el Perú no necesitamos guerras ni invasiones para destruir lo nuestro. Nuestro pasado lo destruimos nosotros mismos, pero –y esto es importante– no todos tienen el mismo grado de responsabilidad. La crisis del AGN es el resultado de tener un presidente por año, un ministro por mes, porque un buen día, a una facción política se le ocurrió no respetar los resultados electorales, el ritual mínimo de una democracia. El costo de ese quiebre es no solo la muerte de la democracia y la indiferencia ante el pasado, sino también la imposibilidad de pensar el futuro, que es también la muerte de la política o la imposibilidad de imaginar un país.
En algún lugar leí que la democracia empieza por escuchar. Ojalá lo entiendan así quienes aún están a tiempo de detener lo que sin duda sería el más grande atentado contra la memoria de nuestra historia.
Historiadora y profesora principal en la Univ. de California, Santa Bárbara. Doctora en Historia por la Universidad del Estado de Nueva York, con estancia posdoctoral en la Univ. de Yale. Ha sido profesora invitada en la Escuela de Altos Estudios de París y profesora asociada en la UNSCH, Ayacucho. Autora de La república plebeya, entre otros.