Me encuentro en Río de Janeiro, participando en el diálogo latinoamericano sobre masculinidades, organizado por COWAP. Este es uno de los comités de la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA). Se trata del comité de mujeres y psicoanálisis. Estamos inmersos en un fecundo intercambio acerca de un asunto de poderosa vigencia en nuestra época: los cambios en las masculinidades (en plural), así como las fuertes resistencias que generan los mismos.
Puesto a investigar para preparar los dos trabajos en los que participo (la conferencia inaugural y un conversatorio con colegas y amigos), me doy con la sorpresa que lo que entendemos como un terremoto de nuestra época, en realidad es una antigua historia. Mucho más antigua de lo que permite imaginar el sentido común.
Cierto, en el año 2017, cuando salieron a la luz los abusos contra chicas menores de edad del potentado Jeffrey Epstein, se inició el movimiento #MeToo. El cual se hizo viral en buena parte del mundo. En Argentina lo llamaron #NiUnaMenos y ese país lidera hasta hoy las reivindicaciones feministas en Latinoamérica. Además, enfrenta en riesgo de que Milei, quien dice ser liberal en asuntos económicos, pero es ultraconservador en cuestiones sociales, intente hacer retroceder lo avanzado en cuestiones tales como legalizar el aborto o los matrimonios homosexuales.
Epstein murió ahorcado en una celda de Manhattan, en lo que la policía declaró un suicidio, sobre el cual subsisten dudas. Demasiados personajes encumbrados de las finanzas y la política eran parte de su entorno; de ahí las dudas acerca de su conveniente suicidio (ya sé que están pensando en Alan García, nuestro suicida dudoso en el imaginario colectivo, pero esa es otra historia de la que me ocuparé en otro artículo). Un jurado compuesto por siete hombres y cinco mujeres encontró a Epstein culpable, más allá de toda duda razonable. Es interesante subrayar que lo hizo sobre la base de las denuncias de las mujeres, que eran menores de edad cuando fueron abusadas por el acusado así como los personajes a quienes invitaba a hacer lo propio en sus casas de Miami, Nueva York o una isla en el Caribe. No había otra evidencia, pero al jurado le bastó con el testimonio de una cantidad suficiente de mujeres, con relatos concordantes.
Los citados movimientos feministas han dado lugar a intensos debates en muchos países del mundo, llegando en varios casos a forzar una modificación de la legislación vigente, a fin de que se proteja mejor los derechos no solo de las mujeres, sino de los grupos de homosexuales o transexuales. Lo que se denomina LGTBQ+. Esto horroriza a los grupos conservadores, los cuales, en el Perú, un país con una arraigada dependencia del punto de vista de la Iglesia católica (y cada vez más las evangélicas), son legión. Somos un Estado laico de papel, literalmente. En la práctica funcionamos para muchos efectos como una teocracia.
El Vaticano acaba de publicar una encíclica -Dignitas Infinita (Una Infinita Dignidad)-, en donde reafirma al hombre, la mujer y la familia formada entrambos, como las únicas entidades válidas. Y aunque se muestra piadosa con la homosexualidad, no admite sus matrimonios, excluye los cambios de sexo y el aborto. Algo así como cuando los señores de la Iglesia condenaron a Galileo y este susurró: “pero se mueve” (la tierra alrededor del sol). Es sabido que los pioneros la pasan mal. Los terrícolas somos reacios a cuestionar nuestra visión del mundo. En cambio, acogemos con facilidad teorías conspirativas disparatadas, como las vacunas con chip, el atentado a las Torres Gemelas planificado por el Pentágono o –va un adelanto– la ingeniosa escapatoria de Alan García.
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Al inicio de la nota les decía que la sumisión de las mujeres era un antiguo anhelo masculino. En el siglo III antes de Cristo, Aristóteles acusaba con violencia a las mujeres de ser las causantes de la ruina del proyecto político de Esparta. Decía el filósofo griego que habían constituido una ginocracia (un régimen político en el que las mujeres tienen el poder), por amor al dinero. En el imperio romano, el político Catón el Viejo afirmaba algo que se puede observar en la actualidad. Dio la señal de alarma porque las mujeres romanas pretendían conducir sus carruajes tirados por caballos. Como sabemos, en nuestros días existen poderosos emiratos en los cuales se les niega la licencia de conducir a las mujeres.
En un artículo publicado hace poco en el diario Le Monde, del cual he obtenido varios de estos datos, Claire Legros observa un movimiento pendular en reacción al #MeToo. El título de su nota es elocuente: “El inquietante retorno del masculinismo, un pensamiento reaccionario de orígenes milenarios”. Ella observa que mientras las mujeres se adhieren cada vez más a valores progresistas, los hombres de la misma edad tienden hacia ideas conservadoras. Cita un artículo del diario Financial Times, el cual, a partir de datos provenientes de más de veinte países, ha evidenciado la progresión, precisamente desde hace seis años hasta hoy, de “un abismo ideológico de treinta puntos aproximadamente entre las chicas y los chicos de la generación Z, en particular sobre las cuestiones de igualdad”.
Cada vez que se avanza en la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, cada vez que hay un avance feminista, surge una contraola conservadora. Por supuesto, hay hombres que se interrogan, cuestionan su identidad masculina y el modelo dominante en el cual hemos crecido. Pero muchos otros se aferran a dicho modelo: el heteropatriarcado. La palabra “masculinismo”, a no confundir con masculinidad, es la respuesta al feminismo, el gran fantasma de todos esos hombres que se sienten desorientados y desempoderados. Porque de eso estamos hablando: de una cuestión de poder.
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Esto explica que en países tan conservadores como el Perú, la llamada “ideología de género” sea lo que desvela a grupos aterrados con estos avances de la cuestión de género (la temida palabra). La sola idea de que el sexo no sea solo biológico, que no se tome en cuenta exclusivamente la anatomía y el sexo atribuido a una persona desde su nacimiento, los hace poner el grito en el cielo. Lo cierto es que esas personas que no se identifican con esa decisión impuesta han existido siempre y nunca dejarán de existir. No es pues una cuestión binaria y punto. Respetar los derechos de las personas sin someterlas a torturas horrendas, tales como ”curar” su homosexualidad o transexualidad, debería ser elemental. Pero sucede todo lo contrario.
Es un arduo camino el de hacer valer por igual los derechos de todos, sin distinción alguna, tal como estipula la Constitución peruana, que hoy día está tan viva como el Mar Muerto. Las mujeres saben que solo luchando se harán respetar, así como todas aquellas personas que sufren a diario el escarnio y la violencia de quienes sienten amenazada la primacía de su poder. Los cuales no son solo hombres, aclaro al final. Muchas mujeres los respaldan en esos proyectos retrógrados, como vemos a diario en el Perú de la caverna platónica.
Jorge Bruce es un reconocido psicoanalista de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado varias columnas de opinión en diversos medios de comunicación. Es autor del libro "Nos habíamos choleado tanto. Psicoanálisis y racismo".