La constatación de que la insensibilidad es una realidad la mejor prueba de lo poco que significa la vida.
Es un estilo de vida no sentir dolor, propio o ajeno.
La mujer que sufre porque no puede cumplir con sus hijos: mínimas comodidades, condiciones elementales para que ellos sueñen con sus ideales, la impotencia de la injusticia, la desesperación porque el mañana se ve tan lejano, acaso la soledad de dormirse con la deuda de mañana.
El hombre que planifica todo para descumplir con sus hijos: desaparece sus propiedades, se desentiende de ellos, ni una palabra de aliento, tal vez una preocupación por cómo estarán, de repente un mensaje esporádico, la seguridad que saldrá librado, que no le pasará nada, que su vida continuará sin importarle la miseria, por supuesto, mucho menos la suya.
La sociedad que ignora, las instituciones solamente aparecen cuando es su aniversario, la calle ve pasar a esa mujer, a ese hombre, a esos hijos: los desaparece. O se los traga y los convierte en un paisaje etéreo.
Tanto el dolor como la conchudez han pasado a ser lo mismo, o peor, nada. El primero es mala suerte. La segunda, una especialidad consagrada. Sin embargo, todavía alguien siente tristeza y cólera. A alguien le duele la vida. A alguien le revienta el abuso. Y se carga al hombro nostalgias, intenta hacer algo, reclama justicia, verifica que no será fácil.
¿El día menos pensado ojalá el mundo se enderecerá? Es casi imposible que desaparezca el sufrimiento y la maldad; pero por lo menos habrá personas que regresen con nostalgia a su casa y aunque sea sientan desconsuelo y que una palabra de cariño camine hacia quienes la necesitan.
Ayer… me crucé con una de ellas… ❖
Columnista invitado. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.