Era una tarde calurosa de verano limeño cuando Jorge Edwards, entonces consejero de la Embajada de Chile, ingresaba al palacio de Torre Tagle para escuchar una disertación de algún coronel sobre la inédita revolución peruana, “ni capitalista ni socialista”. Me acerqué a saludarlo entusiasmado por conocer al escritor cuyos cuentos en El patio y Las máscaras había disfrutado. Encontré a un diplomático inusual que no ocultaba su enojo e irritación con un Gobierno que quería adoctrinarlo.
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Lo que no sabía entonces Jorge es que al ser elegido Allende le encargaría abrir la Embajada de Chile en Cuba, y que Lima le resultaría un ensayo frente a La Habana, donde descubrió que era espiado día y noche, y terminó siendo descrito como indiscreto, frívolo, vanidoso, pequeño burgués, agente de la CIA, entre otras descalificaciones para el diplomático nada solemne que se reunía con poetas y escritores de la isla, muchos disidentes u otros como José Lezama Lima, quien le decía “Eguars, ¿ se ha dado cuenta de que nos morimos de hambre?”. Atrás quedaron los primeros años de la ilusión, el autoritarismo y la intolerancia se habían impuesto con su brutal realidad. Tiempos del juicio al poeta Padilla, obligado a hacer una repugnante autoacusación, que provocó el rompimiento de Vargas Llosa con la revolución cubana y la reacción violenta de Castro. No podía Edwards sobrevivir allí y su amigo Pablo Neruda, nombrado embajador en París, lo recogió como segundo a bordo.
De su experiencia habanera sale un libro que los lectores convertirán en emblemático de su obra, Persona non grata. De su experiencia parisina saldrá Adiós, poeta, homenaje a su vieja amistad con Neruda.
Caído Allende, se fue a vivir a Barcelona y a dedicarse a escribir y a editar. Recuperada la democracia en Chile, volvió a su país. Algo de diplomacia hizo y bastante escritura. Fue embajador en Unesco una vez y otra ante el Gobierno francés. Era un placer visitarlo en París, conocía la ciudad, su historia y sus cuentos. Era un gran narrador de los propios y de los ajenos. De ese entonces es La muerte de Montaigne, de lo mejor que ha publicado.
Tuve una amistad de muchos años con Jorge. Me reconocía un par proustiano. Lo vi algunas veces en París, otras en Lima, donde tenía grandes amigos y muchos en Madrid, que la había convertido en su segunda residencia. Apreciaba en él su inteligencia vivaz, su fino sentido del humor, su curiosidad intelectual, su manera exquisita en el hablar (pronunciaba cada sílaba con deleite) y los buenos modales de inglés trasplantado. No solo nos deja un escritor consagrado, sino también una muy buena persona que gozaba con los buenos libros, los viejos vinos y los antiguos amigos.
Columnista invitado. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.