El hombre maduro se levantó de la cama. Como todas las mañanas, la presión en su vejiga lo había despertado a tiempo para responder los correos. Su mujer ya se estaba enjuagando bajo la ducha. El hombre maduro reflexiona, un segundo, antes de entregarse al alivio de la descarga. Decide sentarse y procede a miccionar, ¡bah!, a orinar, sentado.
El hombre maduro, aún soñoliento, se relaja con la tranquilidad que le da, por fin, sentirse seguro de no estar salpicando la loza, de no estar ensuciándola por apuntar mal o por una pirueta traicionera de su miembro viril que luego lo obligaría a limpiar el contratiempo tradicional. En ese punto de quiebre mañanero y tan personal, pues algo ha cambiado en su vida, ese miembro no se siente menos viril. No hubo que pensarlo mucho en realidad, apenas un poco, pues desde que un día lejano su padre le explicara cómo era que orinan los hombres como él, se fueron acumulando las razones.
Al fin y al cabo, el miembro, hasta donde se sabe, no tiene vida propia. Ciertamente, entre la primera vez y esta definitiva, hubo rezagos de postura erguida. Esos rezagos terminaron. La descarga prosigue. Su mujer está acabando de ducharse. La complicidad de la gravedad focalizada, de la mitad de su cuerpo comprometida con el reto, lo ayuda, lo acoge, como el trono en donde yace sentado sin perder la dignidad. Hasta podría haber revisado su celular, piensa.
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Ya faltaba poco para salir indemne, listo para lo que quedaba de su vida. No más inesperadas gotitas en la trusa, no más reclamos. El hombre maduro no está solo. No lo sabe todavía, ya lo averiguará, pero casi la mitad de los hombres orina sentado, muchos de ellos en secreto. Su mujer, que ya estaba a punto de salir de la ducha, tampoco lo sabía. Se notó cuando lo sorprendió mientras escuchaba el chorro, nunca tan poco rebelde, cayendo por el maldito cauce del que nunca debió salirse.
Qué raro se ve, dijo, al tiempo que tomaba una toalla y dejaba al hombre terminar su trance. Sabía que era para bien.
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